Debo comenzar esta columna con un mensaje de solidaridad y acompañamiento en su pena y dolor, a los familiares y amigos de la médica residente que hace poco decidió quitarse la vida en medio de una serie de circunstancias relacionadas con su postgrado, algo que me obliga a dar opinión al respecto, en gran parte por mi condición de profesor universitario.
Afortunadamente durante mi formación como médico y como especialista, nunca tuve que luchar contra ningún profesor para hacer respetar mis derechos como estudiante, ni para evitar sanciones y castigos, pero eso fue hace mucho tiempo y, según lo que algunos residentes de hoy en día cuentan, las cosas parecen haber cambiado.
El desempeño de un residente de postgrado en la carrera de medicina es de por sí exigente, hay que tener al día las historias clínicas de varios pacientes, se debe pasar la consulta, hay que llegar muy temprano e irse muy tarde, presentar trabajos, acudir a clase, estudiar constantemente, leer artículos científicos y pare usted de contar, por eso uno de los docentes no nos llamaba residentes, sino “resistentes”.
Para lograr cumplir con todo eso y graduarse con la suficiente práctica y conocimientos, es indudable que se debe contar con el apoyo de los profesores, muchos de los cuales terminan convirtiéndose en mentores recordados de por vida y ayudándoles a conseguir su primer trabajo, lo que sucede con la gran mayoría de ellos.
Sin embargo, no puedo determinar a ciencia cierta cuándo esto comenzó a cambiar, cuál fue el momento preciso en el que alguien con personalidad diferente, pudo haber agredido verbal y moralmente a uno de estos jóvenes que no hacían otra cosa que estudiar y trabajar, trayendo como consecuencia que se desencadenara una cascada de malos tratos y humillaciones que vino a transmitirse de año en año, es decir el de tercer año contra el de segundo y éste con el de primero, así sucesivamente.
Luego de la tragedia que he comentado al principio, han aparecido otros médicos contando sus historias en las redes sociales, unas peores que otras, pero todas con el mismo libreto, los malos tratos sufridos. Gracias a Dios, son muy poquitos, pero da la impresión de que ocurre todo el tiempo y que esa conducta se está normalizando, aun cuando lo normal debería ser que no existiera ni un solo testimonio al respecto.
Al momento de terminar la carrera de medicina, todos de manera simbólica pronunciamos “LO JURO” ante la lectura del juramento Hipocrático, propuesto por el médico griego Hipócrates, que no es más que una serie de deberes que todo galeno debe tener en cuenta, como no hacer daño a los pacientes o no divulgar sus secretos.
Este voto, que se ha ido modificando a través del tiempo y adaptándose a las épocas modernas, contempla el trato digno y respetuoso, no solo hacia los enfermos, sino también para con los estudiantes y colegas, porque no hay que olvidar que los residentes son médicos, por lo tanto, colegas.
La cosa es que si un estudiante, por la razón que sea, deja de rendir en su formación, habrá que tomar medidas que no son el insulto o vejación, sino precisamente, averiguar qué le está pasando y si no hay remedio, pues colocar la calificación que ha venido obteniendo.
Es posible que una persona durante su residencia desarrolle un trastorno emocional que lo haga sensible a todo este estrés permanente, pero independientemente de eso, insultar, amenazar con las notas, desprestigiar y castigar, puede ser considerado un acto ilegal, inmoral, antiético y, para nada formativo. Definitivamente, no puede seguir ocurriendo.
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