Volver al punto de partida es una opción del tiempo que se cumple en ciclos y es propuesta de diversas maneras, como el viento, que mueve los sueños de una parte a otra, como los años, que desembarcan en días a veces propicios y a veces no, para hacer o deshacer las historias personales.

Es necesario encontrar esas hendiduras que se abren en la vida, así como la tierra lo hace para las buenas semillas, o como las nubes reservan las mejores gotas para que salgan por el agua, o por el propio viento, con una frecuencia tan natural y sencilla como la magia misma de un retorno de las ilusiones.

Algo así como empezar a escribir en hojas limpias, atrapando los verbos más bonitos para que no se enreden en el olvido y se centren en la delicia de contar las cosas optimistas del corazón.

Porque el punto de llegada se convierte en escenario de milagros cuando se nutre del color azul de la mañana y del ocre arrebol de la tarde, se mezclan y, luego, con ellos se talla una fiesta en los labios, en torno a una sonrisa.

Este misterio de existir es como una corriente de lluvia, o de fuego, según su intensidad, o como el curso festivo de una mariposa o la valentía de los héroes de los cuentos infantiles, que no le temen a nada.

Lo mejor es ir guardando en las alforjas la gratitud a cada momento, bueno o malo, porque enseña, porque se hace huerto, o campana, para dotar al alma de gorjeos de pájaros o cultivar tomillo, o yerbabuena, e ir en la fila de esperanza que sube al cielo en peregrinación de flores.