Los casi 200 años de guerras contra el opio y las drogas fueron un costoso capricho de un mundo equivocado que tiene que cambiar. Los colombianos, en cambio, tenemos la razón y hacemos lo correcto. Ese pudiera ser el colofón de la propuesta del Gobierno Petro de replantear la política de drogas.
Sin embargo, detrás de ello no hay sino ideología, petulancia y ocurrencias que enceguecen. Como es contraria a cualquier cientificidad, no solo la comunidad internacional no revisará la política de prohibición de las drogas, sino que el Gobierno corre el riesgo de afectar la privilegiada relación bilateral con Estados Unidos.
Si sopesaran realmente alguna posibilidad de modificación de la política, deberían comenzar por dialogar con países menos tolerantes a las drogas como China, Rusia, Turquía o Irán. Es claro que allí recibirían un rotundo no.
Pero el riesgo no es tanto de frustración diplomática, sino del incremento de la violencia, muertes y pobreza. Como los argumentos son innumerables, planteo algunos en forma esquemática.
En primer lugar, aducen que la “guerra contra las drogas” ha fracasado y que por eso hay que cambiarla. Es como decir que como la lucha contra el cáncer no ha sido distinta hay que abandonarla para que, en adelante, los rezanderos y yerbateros hagan los tratamientos. En segundo lugar, afirman, entre ellos el nuevo zar antidrogas, Felipe Tascón, que la “guerra contra las drogas” es una política impuesta por Estados Unidos por las hiperganancias que produce su prohibición. Olvidan que cuando Nixon declaró dicha guerra, en 1971, no tenía nada que ver con la cocaína que Colombia para entonces no producía. Tercero, como señala Francisco Thoumi, la mayoría de los países que están en capacidad de producir drogas, o que en el pasado las produjeron, no están dispuestos a hacerlo, por tratarse de una actividad ilegal. Ello sugiere que la competitividad en drogas de Colombia responde a una mezcla de incapacidad para ejercer control territorial, corrupción generalizada y concentración barata de la ilegalidad, allí donde existe el menor riesgo por violar las leyes.
Cuarto, hablan de legalización o regulación de las drogas, pero no lo acompañan de su correspondiente definición. Quinto, en efecto las sociedades domestican ciertas drogas, como el tabaco y el alcohol, y así ocurrirá con la marihuana, pero eso no puede confundirse con legalizar la cocaína, la heroína, el fentanilo y 30 drogas más.
Sexto, los esbozos de la política contra las drogas y la pretensión de renegociar la extradición con Estados Unidos parecen una copia de los “abrazos, no balazos” de Andrés Manuel López Obrador. Una política que apunta a un descalabro. Aunque los homicidios cayeron un 8 por ciento, desde los 35.964 en 2018 a 33.315 en 2021, en términos absolutos el de López Obrador es desde ya el sexenio más sangriento en el México contemporáneo. Eso sin contar con que la nueva gobernabilidad narca ya controla buena parte del país y extorsionan hasta las parroquias.
El presidente Petro podrá querer convertir el día en noche, lo blanco en negro, pero la realidad es tozuda. La suspensión de la erradicación forzada de cultivos ilícitos, de negociación con los narcos, de renegociación de la extradición, pueden convertirse en un estrepitoso fracaso que se pague con más violencia. Es que no hay atajos al trabajo honesto y la productividad para el progreso de un país.
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