Desde hace varios días he venido sintiendo en el techo de mi casa peleas de gatos, como nunca los había sentido. Pero no es una pelea cualquiera. Deben de ser gatos gigantes porque el tropel es como de bestias. Los que descendemos de arrieros sabemos lo que son los tropeles de bestias desbocadas. Y así suena lo que yo he escuchado. Tropeles, gruñidos, carreras por toda la cumbrera de la casa, lamentos como de almas en pena y lloros como de niños abandonados en guarderías infantiles. Era un audio espeluznante. Digo audio para estar a tono con los adelantos tecnológicos de las nuevas generaciones.
Con los pelos de punta me le pegué a mi mujer, y le dije:
-¿Escuchó, mija?
-¡Claro! ¡Ni sorda que fuera!
-¿Qué será?
-Pues gatos- dijo sin pizca de miedo.
-No hay gatos en el vecindario, desde que alguien resolvió envenenarlos.
-Pues vinieron de otras partes –dijo calmadamente.
-Mija, ¿por qué no se asoma a ver qué es?
-¿Sí? ¿Y por qué no va usted?
-Me hace daño el sereno. Tengo síntomas de gripa.
-Sea franco. Lo que pasa es que usted es muy gallina.
Fue como una invocación. No había terminado de decir gallina, cuando escuchamos en el techo el cluequeo de varias gallinas y su persistente revoloteo como a la espera de manotadas de maíz.
Rejuntamos nuestros miedos debajo de las cobijas, y lo que en otra oportunidad hubiera podido ser una noche de amor, se nos convirtió en una pesadilla escalofriante. Como pude, haciendo gala de todo mi valor, busqué en mi mesita de noche el devocionario católico, donde está el Magníficat, oración, según dicen, especial para ahuyentar los espíritus malignos. A esta hora, no nos quedaba la menor duda de que se trataba de brujas.
-Lo que pasa es que éste es el mes de las brujas, y andan alborotadas- dijo ella.
Le di la razón a mi mujer, pero el alboroto es porque antes, este mes era sólo para las brujas, para sus aquelarres, para hacer renovación de equipo (escobas, capas negras, capirotes o turbantes, estilo Piedad Córdoba), y para volar por los aires metiendo miedos a la gente. Pero sucede que mi amiga Gládys, la de Fenalco, consideró que a los comerciantes les daban más plata los niños que las brujas, y declaró a octubre, mes de los niños. Las brujas se sintieron desplazadas y viven ardidas.
Y con razón.
De modo que, esa noche, me armé de valor, salí al patio, y a la luz de la luna, les grité con varonil acento: “Mis brujildas queridas: ustedes son mis amigas y yo soy su amigo. Les prometo que si nos dejan dormir, escribiré una columna en defensa de ustedes”. En diciendo esto, despareció el espanto, cesaron los ruidos, los gatos y las gallinas cerraron el pico y la casa volvió a la normalidad.
Por eso estoy aquí para proclamar a los cuatro vientos que las brujas no son malas, que pueden ser nuestras amigas y que no todas las mujeres que uno se encuentra por la calle, amargadas, resentidas, regañonas y cuadriculadas son brujas. No. Las brujas lo único que hacen es dañar el sueño. Y nada más. En cambio, las otras, hieren el corazón. Es hora de hablar bien de las brujas. De las verdaderas. Porque hay otras, a las que les dicen brujas, que llevan chismes, que espían por las ventanas, que riegan cuentos, pero esas no son brujas. Son viejas chismosas, pero no brujas.
Un saludo afectuoso, pues, a todas las brujas verdaderas, las que vuelan y graznan y rebuznan y maúllan y cluequean. Que sigan asustando, pero con mi casa que no se metan. Amén.
gusgomar@hotmail.com