“No hace el numen el que lo dora, sino el que lo adora: el sagaz más quiere necesitados de sí que agradecidos” - Baltasar Gracián.
La mayoría de las interacciones humanas están cruzadas por relaciones de poder, por formas sutiles y difusas que se ejercen en la vida cotidiana y en las instituciones sociales. En ese sentido, cobra relevancia el fingimiento que permite no solo la posibilidad de la dominación, sino también la nutritiva intoxicación del poder cuando este se hace potente en quien lo posee. Este individuo se ve a sí mismo como un ser extraordinario capaz de decidir sobre la vida y honra de otros, que probablemente son obedientes por la razón o por la necesidad, siendo esta última una forma de fingimiento como mecanismo de sobrevivencia.
El arte de fingir ha cobrado una inusitada importancia. Se reviste de grandes expresiones, de formas discursivas y estéticas envolventes, personificada en poderes fácticos e instituciones engalanadas por algún prestigio social. Podrían navegar entre brigantes, piratas y déspotas “ilustrados”. Fingir es el arte del siglo XXI, pero dicho arte, para quien posa sus ancas en el trono, necesita de un panóptico que facilite neutralizar el fingimiento de los otros. Aquí, en este punto, no hay inocuidad del arte de fingir, ya que es otro rostro del mismo poder, que no se detendrá con la dominación de la simple observación, sino que incluirá los cuerpos y pensamientos.
En otras palabras, el fingir de quien ostenta el poder tiene implicancias sobre los otros, y estos últimos deben transitar de un fingimiento de sobrevivencia a uno de defensa que subvierta el poder. Pero esto último solo podrá ser efectivo si el embriagado de dominio ha sucumbido al hubris, como un Ícaro que olvida los consejos de Dédalo. O si quien sufre el látigo del poder puede identificar el fingimiento y desnudarlo desde la crítica, controvirtiéndolo y asumiendo el costo del mismo.
La propia definición presenta las coordenadas de los peligros del fingimiento, pues dar a entender algo que no se es o representar lo que no es verdad, ¿es sostenible en el tiempo? Más bien, es el reflejo de una menesterosa vitalidad, donde fingir es un mecanismo de conservación que busca alejarse de esa condición de estrechez existencial.
Como diría Nietzsche, “merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir”, un desfile de adulación, enmascaramiento y engreimiento, que conduce a la distorsión no solo de la verdad y la realidad, sino también en los valores (transpuestos) que generan simulación por parte de cualquier canallesco seguidor del éxito.
El fingimiento implica una carga para los artistas del poder. Deben tener el preciso equilibrio entre la persuasión y la obediencia, pero sobre todo entre la autoridad y la legitimidad, que suele estar en tela de juicio permanente, ya que “la dignidad da autoridad aparente, pocas veces la acompaña la personal, que suele vengar la suerte la superioridad del cargo en la inferioridad de los méritos” (Gracián Baltazar) Además, al poder le gusta la adoración y la aclamación. Como dice Mateo: “aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí”.