Desde las profundidades del mar, hace millones de años, donde se gestó el portentoso milagro de la vida, los organismos pluricelulares se dedicaron con esmero a la reparación de sus cada vez más complicadas estructuras para no desaparecer y extinguirse o ver disminuidas sus capacidades de supervivencia.
Los cada vez más numerosos y agresivos enemigos les permitieron perfeccionar sus métodos reconstructivos. Los más creativos lograron no solo sobrevivir sino también hacer presencia y estar aquí, entre nosotros, sus orgullosos herederos.
La reparación de las estructuras de un organismo vivo lleva en sus mismas entrañas la capacidad de regenerar y recuperar el daño. Ayudarlo es una buena y sana intención. La mente humana, en su justo afán por ayudarle a la desvalida madre naturaleza, se ha lanzado con innumerables y cada vez más sofisticados métodos curativos de lo trágicamente perdido.
Pero esa misma y perversa mente trae consigo la malicia del vivo aprovechador que, a sabiendas del engaño, promete lo que no puede cumplir.
El sinnúmero de elementos, aparatos y medicinas que la mente humana ha inventado, para bien o para mal, ya no caben en los atestados estantes de droguerías, farmacias, boticas, depósitos de medicamentos y en las mismas IPS, cada una con estilo y mecanismo propios.
El médico, pilar primario y fundamental en la asistencia de la salud, se ve enfrentado al incómodo dilema de la solución de uno de los frecuentes y cotidianos problemas: las secuelas del trauma y las consecuencias del acto quirúrgico. Nadie quiere tener cicatrices; sí, pero que no se noten. Entonces, disimulémoslas (me costó trabajo el término), pero cabe y define lo que el necesitado quiere. Las cicatrices como daño desafortunado de los tejidos son eso, cicatrices. Que se puedan “disimular” o “encubrir” es otra cosa. Sirven, eso sí, los pigmentos y unturas encubridoras.
El anchuroso mercado de los productos cicatrizantes no es otra cosa que el aprovechamiento de la “buena fe” del médico con el paciente. “Recéteme algo que me ayude”.
No hay productos ni unturas ni cremas o mecanismos succionadores (vac) que solucionen lo que puede hacer la mano experta y noble de un médico cirujano que intervenga y retire los tejidos malogrados. Los elementos de la cicatrización están en la sangre. Si el tejido malogrado tiene el suficiente aporte, es garantía el proceso de reparación. Los vanos intentos por mejorar los tejidos dañados con sustancias y unturas prometedoras, son solamente eso, ilusiones.
El anchuroso mercado de los “cicatrizantes” es alimentado por el justificado afán del paciente por mejorar en su aspecto por un lado y, por el otro, el desmedido apetito comercial de los fabricantes. El afectado quiere untarse “algo” que le ayude en el proceso reparador. Y si lo conectan a un descrestador aparato succionador durante largos días, lo aceptan con vanas esperanzas y santa resignación.
La ignorancia en la materia por parte del afectado se ve asediada por el sabedor y dueño del tema.
No hay cicatrizantes diferentes a los que la sabia naturaleza ha ubicado estratégicamente en ese fluido reparador que es la sangre. Por supuesto ayudado por la paciente mano del cirujano y un buen aporte de nutrientes. Lo demás es puro y simple afán de lucro desmedido e irresponsable.