No lo hace, es cierto, pero sí sirve para identificarlo como monje. Si nos encontráramos, por ejemplo, a san Francisco, el bueno de Asís, en pantalón y camisa como cualquiera del montón, no sabríamos de quién se trataría, por la falta del hábito. Seguramente los lobos y las hormigas y los peces le obedecían en su época, porque lo veían vestido con la sotana de los monjes. Y si a su tocayo Francisco, el de Roma, lo viéramos sin su blanca sotana y sin su solideo, quizás lo confundiríamos con un argentino más, de esos que nos llegan, de cuando en cuando, habladores, serviciales y amantes del fútbol y del churrasco, pero no lo veríamos como el Pastor de la cristiandad.
Es lo que nos pasa con los curas de ahora, que se modernizaron tanto, que nadie sabe que son curas. Cuando vestían de sotana todo el tiempo, infundían respeto y uno se les acercaba a pedirles la bendición y alguna medallita. Pero verlos, como se les ve hoy, de franela de marca y bluyín con rotos en las rodillas y deshilachados, para estar a la moda, se presta para desconocerles su calidad de representantes de Dios en la tierra.
Yo creo que al Concilio Vaticano II se le fue la mano en ciertas libertades y ciertos cambios que hizo, como el de liberar a los curas de la sotana en su vida diaria y por eso mucha gente, de fe liviana, cogió otros rumbos y se multiplicaron las iglesias de los hermanos descarriados, y los dueños de garajes aumentaron sus ganancias.
Recuerdo que, de niño, cuando conocí al primer cura en mi pueblo, una preocupación asaltaba mi pequeña imaginación: ¿Tendría el padre pantalones, debajo de la sotana? Seguí con la duda mortificándome día a día, hasta que una tarde vi al padre Montes, uno de los primeros párrocos de Las Mercedes, paseándose por el atrio de la casa cural, rezando el breviario (otra costumbre que perdieron los levitas de hoy), sin sotana y con pantalones y camisa como cualquier mercedeño. Por el calor, se la quitaba para disfrutar del frescor de la tarde y de las brisas que venían de la quebrada cercana. Entonces supe que podían ser muy curas, pero en los chiros se parecían a nosotros los pecadores
Hago estas consideraciones mirando en el periódico la foto de una monja pamplonesa que participó en la media maratón del pasado domingo. La monja corrió en el nombre del Señor y sudó y quedó en un buen puesto, y no se quitó el hábito.
Pienso que si se lo hubiera quitado habría ocupado un mejor puesto en la competencia. Y hasta le hubieran dado más del millón de pesos con que la premiaron. Porque la túnica le impedía correr a plenitud. No sé por qué no corrió en pantaloneta. Tal vez para que nadie le viera sus piernas blancas o porque la superiora se lo prohibió:
-Está bien, sor Carmen, corra y ojalá gane, pero no vaya a mostrar por allá ni sus perniles ni sus pechugas. No busque lo que no se le ha perdido ni se ponga a dar espectáculos. Usted sabe cómo son los hombres, ¿cierto?
-No, hermana. ¿Cómo son?
-Son el mismo diablo. El patas. El mandingas. La perdición total. ¡Con ellos, ni a misa, hermana!
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