Hace poco se fue doña Lola con sus dos hijos a conocer el mar. Durante varios meses estuvieron echando monedas a su marranito de barro y apretándose el cinturón en muchas oportunidades para que el puerquito engordara. En diciembre se rebosó el animalito y fue entonces cuando tomaron la gran determinación de su vida: No comprarían las ropas para estrenar el 24, ni comprarían calzones amarillos para atraer la suerte el 31 de diciembre. Harían un viaje, hasta donde les alcanzaran las monedas ahorradas. Tal vez a Pamplona. O Bucaramanga. O de pronto, Bogotá.
El 31 a la media noche, después de los abrazos de rigor, doña Lola y sus dos hijos le dieron la vuelta a la manzana donde vivían, con sendas maletas en la mano, y la creencia de que la diosa del camino favorece a quienes le soliciten ayuda –morral al hombro- para viajar. A cualquier parte, pero viajar. Salir de la ciudad. Descansar de los ajetreos urbanos. Buscar otros horizontes, así fuera por pocos días.
Esa misma noche, después del recorrido, decidieron romper el marranito, que ya mostraba señales de hartazgo monetario en su barriga, para fijar, a comienzos de año, de una vez, el lugar de la excursión.
Un golpe seco, propinado al animalito con un poco de nostalgia y otro poco de esperanza, partió el marranito en varios pedazos, y un montón considerable de monedas se fue extendiendo por la mesa. Cuando vieron que los ahorros superaban el cálculo previsto, supieron que el destino los estaba invitando a un “paseo grande”.
-Si añadimos el doble de lo que guardó el marranito, podemos irnos hasta el mar- dijo la hija.
Y le cogieron la caña. Un préstamo, una mano amiga y algún milagro les ayudaron: “Cuando tú deseas algo con fe intensa, el universo conspira en tu favor”. El universo conspiró y madre e hijos se fueron a conocer el mar.
Cuando yo supe la historia, recordé el día en que fui por primera vez a ese mundo de agua, que sólo había visto en las películas y en los dibujos de los cuentos de piratas. Las noches anteriores al viaje, soñaba con barcos en alta mar y yo era testigo de asaltos de piratas con una pata de palo y un parche en el ojo, olorosos a sudor marino, ron y pólvora. Alguna vez don Blas de Lezo me pidió retirarme de las murallas porque iba a haber jaleo, y hasta el tuerto López habló conmigo una madrugada, cerca del monumento a los Zapatos viejos.
Conocí el mar en Cartagena (“Otra noche en Cartagena, pero contigo…”). Pero fui a Santa Marta a vivir el arrullo encantador de las aguas en el Rodadero, con sus atardeceres pintados de colores. Una noche apareció en la playa una guitarra y detrás de la guitarra una morena que cantaba cumbias y llegaron –llegamos- curiosos y llegó una botella de ron y hube de recordar a Pablus Gallinazo: “Nuestra fiesta en la playa casi nada costó:/ mi camisa, tu saco, mi reloj y tu reloj./ Y el brasier pequeñito que después de la fiesta olvidado quedó”.
En mi reciente libro “El pueblo de los molinos de viento” hay un relato en el que sostengo que Cúcuta alguna vez tuvo mar. Me apoyo en las cosas marinas que algunos han descubierto en ciertos lugares cucuteños: caracoles gigantes, aletas de tiburones, esqueletos de gaviotas y cantos de sirenas. ¡Lástima que nuestro mar hubiera desaparecido! ¡Doña Lola y sus dos hijos no hubieran tenido que viajar hasta Taganga para conocer el mar!