Es sorprendente cómo los debates sobre decisiones trascendentales se llevan a cabo sin un análisis riguroso previo sino sobre la base de posiciones ideológicas o juicios de valor. Es lo que está ocurriendo con el proyecto de ley por la cual se crean las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (Zidres).
Pese al pésimo nombre que les han puesto a esas zonas, la idea de dotarlas de regímenes especiales que coadyuven a sus desarrollo tiene sentido. Hay regiones, como la Orinoquía o las zonas de ganadería extensiva de algunas regiones de la Costa Atlántica, que necesitan un tratamiento diferencial que haga posible el pleno desarrollo de su potencial.
El problema político que enfrenta el proyecto de ley para las Zidres es que a la izquierda solamente le importa oponerse a la posibilidad de que los empresarios tengan acceso a la tierra en la Orinoquía, directamente o en asociación con campesinos, que tendrían venir de otras regiones.
No tienen en cuenta los aspectos positivos, ni se han preocupado los opositares por analizar qué ventajas ofrece el proyecto en su forma actual para una eventual intervención de tierras mal explotadas en otras regiones del país que podrían ser aptas para un desarrollo de economía campesina. El Polo y el Gobierno no han hecho cuentas de lo que el desarrollo de esa ley implica.
En la Orinoquía, un proyecto de diez mil hectáreas, por ejemplo, es apenas adecuado. Suponiendo que el productor arrienda la tierra o la recibe en concesión, la inversión inicial para encalar y preparar la tierra sería aproximadamente de $30,000 millones ($3 millones por hectárea), y USD$ 9.5 millones adicionales se necesitan aproximadamente para maquinaria, infraestructura privada y equipo, para un total cercano a $60,000 millones.
En otros países, por ejemplo en Brasil, el que hace esta inversión inicial en fertilizantes es el propietario de la tierra que se gana la valorización del predio y el arriendo que del orden de 7 por ciento del valor inicial del predio. En Colombia hemos calculado que el arrendamiento debería ser del orden de 3-5%, a lo sumo, para que la rentabilidad proyectada del proyecto esté alrededor de 15% anual.
Si el arrendatario tiene que pagar por la primera encalada no va a obtener nunca una rentabilidad adecuada para el nivel de riesgo de su inversión. Si la puede descontar del arriendo, no va a poderla recuperar en menos de 65 años.
Entonces parece inevitable que pague el Gobierno, pero solamente podrá recobrar la inversión si vende los baldíos, cuando los recupere, por su valor comercial que después de 50 años sería equivalente en pesos constantes a lo que vale la tierra hoy en el Valle del Cauca o en la Sabana.
Si van a desarrollar un millón de hectáreas en los próximos años, el Gobierno tendría que aportar estos recursos ($3 billones) como mínimo, crédito para la financiación de las demás inversiones y la carretera de Puerto Gaitán a Puerto Carreño que puede valer otro tanto o más según la calidad de la vía.
Esta no podrá depender de peajes para su financiación. Sin esa carretera troncal o un ferrocarril y una red de carreteras que la alimenten, el desarrollo de la región sería inviable.
Solamente como ejercicio mental, supongamos que no hubiera impedimento para venderle al sector privado en subastas un millón de hectáreas baldías y aportar como participación de los trabajadores rurales o campesinos a los proyectos asociativos otro millón de hectáreas. Se contaría con los recursos para la carretera, para financiar la participación de los campesinos, en estos y en otros sitios, y el desarrollo de la región tendría vida propia. No es razonable permitir que el Polo continúe vetando esta posibilidad.