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Cuando la IA supere a la humanidad: entre el poder y la incertidumbre
Pero aquí está el dilema: la velocidad del cambio no se acompasa con nuestra capacidad de adaptación social, política y ética.
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Miércoles, 5 de Noviembre de 2025

En medio del bullicio político, las guerras culturales y la avalancha de videos de gatitos en redes sociales, algo silencioso pero colosal está ocurriendo: la inteligencia artificial avanza a pasos que ni los propios expertos terminan de comprender. Diversos analistas tecnológicos coinciden en que podríamos alcanzar la llamada “singularidad tecnológica”ese punto en el que la IA supera la inteligencia humana, en menos de una década. No es exageración: algunos líderes del sector anticipan sistemas más inteligentes que las personas en múltiples tareas y prevén la integración de robots capaces de realizar funciones físicas cotidianas en cuestión de pocos años. Sí, será mañana en términos históricos.

La singularidad tecnológica es un concepto popularizado por el inventor y futurista RayKurzweil. Se refiere a un momento hipotético en el que la inteligencia artificial no solo iguala, sino que supera la inteligencia humana de forma irreversible y acelerada. A partir de allí, los sistemas podrían diseñar versiones aún más avanzadas de sí mismos, generando un crecimiento exponencial del conocimiento y la tecnología. Es, en palabras simples, el punto de no retorno: la humanidad dejaría de ser la especie más inteligente del planeta y pasaría a coexistir o competir con inteligencias artificiales autónomas y creativas. No es ciencia ficción; es una hipótesis que cada día parece menos lejana.

Pero aquí está el dilema: la velocidad del cambio no se acompasa con nuestra capacidad de adaptación social, política y ética. Mientras los laboratorios y las startups construyen modelos que razonan, diseñan, escriben y hasta se corrigen solos, nuestras instituciones aún están discutiendo cómo regular a Uber o ponerles multas a las patinetas eléctricas. La tecnología va en jet privado; la regulación, en burro cansado.

Este avance vertiginoso abre puertas a una nueva era de innovación: descubrimientos científicos acelerados, medicina personalizada, ciudades más inteligentes y una productividad sin precedentes. Sin embargo, también plantea desafíos profundos: desigualdad ampliada, pérdida masiva de empleos, concentración de poder y dilemas éticos sin manual de instrucciones. No es cuestión de si vendrá el impacto, sino de cómo lo enfrentaremos.En este cruce histórico, la humanidad se encuentra frente a un espejo amplificador. La IA no es, en sí misma, ni salvadora ni destructora: es un multiplicador de intenciones humanas. Si la dirigimos con sabiduría, puede potenciar nuestras capacidades y resolver desafíos complejos. Pero si la dejamos avanzar sin brújula ética ni gobernanza compartida, podría profundizar brechas y crear sistemas fuera de nuestro control. No es una lucha entre humanos y máquinas, sino entre nuestra visión colectiva y nuestra propia inercia.

Y aquí viene la parte incómoda: no basta con señalar a “los gobiernos” o a “las empresas”. Cada uno de nosotros tiene una responsabilidad. La revolución de la IA no será un evento televisado con cuenta regresiva. Ocurrirá de forma distribuida, en nuestros teléfonos, nuestros trabajos, nuestras aulas y nuestros pequeños hábitos diarios.

¿Queremos ser espectadores o protagonistas? Podemos seguir deslizando el dedo por la pantalla mientras otros deciden por nosotros… o involucrarnos, aprender, debatir y construir marcos éticos y políticos acordes a esta nueva era.La singularidad no nos pedirá permiso para llegar. Pero todavía estamos a tiempo de decidir quién la lidera y con qué valores.


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