Me asomo a la ventana y veo gente con camisetas amarillas. Son apenas las siete de la mañana, pero el sol está que echa chispas desde temprano. Todos pasan con un semblante de alegría y de esperanza. Visten distintos amarillos: amarillo pollito, amarillo oro, amarillo biche o amarillo arrebol.
El que vende aguacates, en la esquina, viste camisa amarilla. El que pasa ofreciendo plátanos y papa, con un megáfono gritón y gangoso, ha puesto sobre la carreta una bandera de Colombia y una camisa amarilla. (Por esta vez le perdono el madrazo, por su patriotismo).
La muchacha bonita que hace domicilios en moto, y que de tanto verla ya soy su amigo, luce una franela verde, que desentona en aquel mar amarillo. Es ajustada y sus redondeces se ven más protuberantes. Le hago señas desde la ventana del color de su camiseta. Ella sonríe, alza los hombros, me pica un ojo y acelera su moto, con la sonrisa al viento. Estoy seguro que la próxima vez que juegue Colombia viene con camiseta amarilla.
Los muchachos que van para el colegio llevan sus uniformes, pero se les alcanza a notar debajo el amarillo. Al salir del colegio, al medio día, la camisa del uniforme le dará paso al amarillo de la Selección.
El mundo es otro cuando juega Colombia. Desde una esquina una secretaria de oficina (las secretarias se conocen por su porte), le grita a otra que va por la acera del frente: “Hoy sí ganamos”, y le hace con los dedos la V de la victoria. Su amiga alza el brazo, cierra el puño y levanta el dedo pulgar. “Ganamos”, lo dice en plural, como si ellas fueran parte del equipo. Entonces caigo en la cuenta de que nuestra Selección Colombia, que juega hoy en Barranquilla, no viene muy bien en los resultados, Apenas empata. Por eso hoy tenemos -en plural- la esperanza de ganar. Y entiendo el amarillo de la vestimenta, como un símbolo que nos une.
Cuando juega Colombia se olvidan tristezas y penurias. Los políticos hacen un cese en su campaña. En algunas empresas se trabaja en jornada continua para salir más temprano. Los curas posponen la misa para después del partido. Las amas de casa preparan la cena más temprano, porque el partido es a las 6 de la tarde. Y hasta Petro, nuestro flamante presidente, hace un alto en su ya largo historial de poposeadas.
El mundo es otro cuando juega Colombia. Los acreedores no cobran ese día, las esposas suspenden la diaria cantaleta y los guerrilleros silencian sus fusiles. Ojalá nuestra Selección jugara todos los días. Entonces sí alcanzaríamos de verdad una paz total.
Yo sigo en la ventana, sumido en mis pensamientos y recordando épocas gloriosas de nuestro futbol, cuando Higuita, el del Escorpión; el Pibe, eterno capitán; el sacrificado Andrés Escobar; Asprilla, tan querido por las mujeres, y tantos otros que pusieron en alto el fútbol colombiano, bajo la dirección de Maturana (“Perder es ganar un poco”, ¿recuerdan?). Y recuerdo a nuestro Burrito González que también vistió la camiseta de la Selección.
El día que juega Colombia, las costumbres cambian. Las esposas dejan salir a sus maridos a ver el partido con los amigos en la taberna, el patrono les sonríe a sus empleados y una hermandad amarilla se extiende por todas partes.
Yo me contagio del entusiasmo, busco una camisa que alguna vez fue blanca y ahora está amarilla de tanto uso, me la visto y me sumaré a la fiesta, frente al televisor, con un vaso de agua, una pastilla para el corazón y todo yo rebosante de alegría.