El destino nunca llega tarde, sólo a tiempo, ata acá, o desata allá, hasta restaurar los sentimientos y nutrirlos de conciencia y de razón, del eco de la voz callada de la confianza, para ir hasta la lucidez.
Y nos enseña que la serenidad es el amor propio del pensamiento, la silueta buena de la inteligencia y el atajo solitario que busca la belleza para añorar, siempre, la placidez de un sueño silencioso.
Que uno puede envolverse en la piel del tiempo, lavar su corazón y entender que sabe menos de lo que cree, siente menos de lo que debe, y que su vida se parte en dos cada vez que el azar da un giro sorpresivo.
Que debe afrontar la imperfección con hidalguía, absorber la sombra de la eternidad, convertirla en el espejo de una luz azul que emerge, resplandeciente, para revelar el secreto de la oscuridad.
Que es capaz de aliviar -un poco- el lastre humano, asomarse a un horizonte ideal, transferir algo de la omnipotencia divina a su escasez mortal, como una semilla imaginaria que se siembra en sí misma.
Que si uno eleva sus ojos a lo superior, mira lo inferior con la sensatez precisa en los instantes confusos, borda sus hilos en el alma y la hace deliciosamente cómplice –y confidente– de su propia verdad.
La serenidad es como la brisa buscando algún pétalo perdido para vestirlo de colores, un colibrí enamorando flores con su leyenda de alas, o una media luna sonriendo a las estrellas con su levedad de mariposa…
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