Mi muy poco recordado Juampa:
Tuve oportunidad de verlo por tv, cuando, junto con su familia, tuvo que entregarle las llaves de lo que fue su casa durante ocho años, al presidente Duque, y créame, no me gustó para nada su cara de tristeza y las lágrimas que le alcanzaron a chorrear mejilla abajo.
Déjeme decirle que esa flojera no le queda bien, señor Santos. Hay que ser machitos en las buenas y las malas, aunque a veces cueste serlo. Hay que mostrar verraquera, como decimos aquí por estas tierras. Ha debido dejar esa berreadera para cuando hubiera llegado a casa, pero no mostrarla ante Raymundo y todo el mundo.
Usted me hizo acordar ese día, el pasado siete de agosto por la tardecita, de cuando yo, apenas un niño, me caía y me raspaba las rodillas y llegaba llorando a la casa. Mi mamá me zarandeaba y me decía: “No llore, carajo, ¿dónde tiene las güevas? ¿Se las robaron? ¿O las dejó en la caída? Se calla ya, o le doy con el chuco (rejo de los arrieros) de su nono. Me tocaba sorberme los mocos y callarme y esperar que ella me echara vinagre en las raspaduras para que no se me enconaran. Porque eso es lo malo, que se le enconen a uno las heridas.
Ahora yo le digo lo mismo: ¿Qué las hizo? ¿Se las robaron? ¿O dónde las dejó? ¿En La Habana? ¿O las cambió por el Nobel? Sórbase los mocos y no deje que la prensa le dé rejo, ni que se le enconen las heridas. Seguramente sale usted con muchas heridas, de su presidencia, pero no permita que se le enconen. Le puede dar tétano en el alma y, Dios no lo quiera, hasta puede marcar calavera.
Le voy a decir una cosa, señor ex: Me dio pesar verlo así, tan alicaído, tan gachareto, tan solitario, tan poca cosa. Y lo peor que le puede pasar a un hombre, a un hombre de verdad, es inspirar lástima. ¡Pobrecito!, hubiera dicho mi mamá, si lo hubiera visto en esa facha: desabrochado, con la corbata torcida y las manos temblorosas. Yo no le digo “pobrecito”, con lástima, sino con rabia, le digo: No sea pendejo, señor Santos, ¿acaso es el primero que pierde la chanfa? No se amilane, ni meta el rabo entre las piernas. Enfréntese a la vida con decisión y coraje, y si no está enseñado, porque todo le ha llegado de papayita, sepa que va a tener que acostumbrarse. No es fácil estar en el pavimento, pero no es berreando como se arreglan las cosas.
Créame, distinguido señor: Yo lo entiendo y entiendo su tristeza. Eso de estar ocho años sin pagar arriendo, viviendo de gorra, a costillas del Estado colombiano, debe ser mamey y cualquiera se acostumbra. Pero nada en la vida es eterno, dice la ranchera.
Entiendo su soledad. Fíjese que nadie fue a acompañarlo en ese momento de tristeza. Sus amistades lo abandonaron: ni sus amigotes de las Farc, ni los que se enmermelaron a sus costillas, y ni siquiera su hermano Enrique, que lo metió en el berenjenal de la tal paz, del que casi no sale, nadie, nadie fue a consolarlo, a darle palmaditas en el hombro como antes se las daban, a ayudarle a sacar las maletas. ¿Y quiere que le diga una cosa? Ninguno de ellos lleva ahora en la solapa la palomita aquella, que se ponían cuando iban a visitarlo para pedirle una totumada de mermelada. Seguro la dichosa paloma se les estaba oxidando y prefirieron botarla antes que comprar pomada brasso para limpiarla.
Un último consejo, señor: descanse, compre una hamaca para que se meza y se olvide de todo. Haga como hacía mi abuelo arriero, cuando terminaba sus viajes: se bañaba en la quebrada, se quitaba el mugre con jabón de la tierra, se cambiaba los chiros y se echaba en la hamaca y dormía todo el día, con la satisfacción del deber cumplido.
Pero ahora caigo en la cuenta: ¿podrá usted dormir con la conciencia tranquila y la satisfacción de que hizo las cosas bien? Lo dudo, como lo duda el 88% de los colombianos. Y lo siento. No recuerdo si es la Biblia o la cartilla Charry la que dice: Siembra vientos y cosecharás tempestades.
Hasta una próxima oportunidad. Dios lo guarde.