Como ha quedado claro, los recientes y graves desvaríos políticos acontecidos en Brasil y Perú no quedaron como una noticia más y ya empezaron a tener consecuencias tanto políticas como penales que están poniendo a prueba tanto los liderazgos políticos como la institucionalidad del estado de derecho de dichos países.
Y sobre lo último, muchos ojos latinoamericanos volverán su mirada a los acontecimientos que han ocurrido y seguirán ocurriendo en EE. UU derivados del abrupto cambio del gobierno Trump- Biden. Es más, no es aventurado sostener que la extravagancia de las turbas trumpistas desconociendo la elección de Biden, sumada a las actitudes de Bolsonaro tratando de soslayar el dictamen de las urnas que le otorgó el mandato a Lula, fueron el motor inspirador de los sublevados brasileros.
Lo cierto es que en Brasil hubo un levantamiento de una porción de la población intentando ambientar un golpe de Estado, pues los bolsonaristas más radicales quisieron dar al traste con el orden constitucional, finalizando abruptamente el recién iniciado mandato de Lula, esperando además que los militares asumieran el poder, tal vez rememorando el golpe a Goulart en 1964 en plena guerra fría.
Por otra parte, en el Perú lo que hubo fue un intento de autogolpe de estado pues la cabeza del poder ejecutivo, Pedro Castillo, trató de neutralizar y anular el poder legislativo, como lo hizo Fujimori en 1992. En fin, los antecedentes influyen; sin embargo, y en contraste con el pasado, hay algo importante y positivo en nuestro subcontinente: la institucionalidad del estado de derecho (gobierno de las leyes y no solo de los hombres), mal que bien funcionó y sigue funcionando, buscando restablecer la normalidad democrática en dichas naciones.
De todas maneras, hay que pensar también en las crisis que, en diferentes formas y medidas, están atravesando las democracias de nuestro continente. Por esto fue oportuna la declaración del presidente Petro en su visita a Chile cuando declaró que “el pacto democrático tiene que restablecerse en América Latina”. Pero ¿con un pacto al estilo del contractualismo de Rousseau se solucionaría el asunto? ¿Y la “Carta Democrática” de la OEA?
Indudablemente a la democracia hay que salvarla. Pero salvarla significa que es preciso repensarla. Hace falta encontrar el modo de evitar lo que más temía Tocqueville, o sea que el nuevo sistema destruyera la libertad, que es sin embargo su concepto básico, aunque su pasión básica- como tanto subrayó el pensador normando- fuera la igualdad, y a la vez dejar de lado la utopía igualitarista- que acaba en estatista y totalitaria- para entender la igualdad como justicia, atención al bien común y solidaridad.
El problema hoy día es que por primera vez desde que se asentaron las repúblicas democráticas en América, empieza a sospecharse que el paradigma democrático está llegando a su límite, y por tanto se empiezan a oír voces sensatas pidiendo un cambio de paradigma.
En otras palabras, no estaríamos viviendo una crisis más de la democracia sino, quizás, un proceso que podría desembocar en un cambio de paradigma. Y en este proceso, Colombia que, pese a su tradición política conservadora, acaba de elegir y reconocer institucionalmente y sin traumatismos, un presidente de izquierda podría jugar un papel clave.