En efecto, eso dista del panorama que enfrentan muchas mujeres que buscan con cansancio, frustración e impotencia entre los pasillos de los centros de salud que se cumpla lo pactado en la sentencia C-355 de 2006 que garantiza el aborto como un derecho en tres causales: riesgo para la vida del cuerpo gestante, embarazo producto de violación o incesto e incompatibilidad con la vida extrauterina del feto. Además, muchas de nosotras fuimos educadas en colegios donde no faltaba la película con mujeres en llanto deseando no haberlo hecho, trasmitiendo el mensaje que, si llegamos a cometer tal falta mayor, tenemos que pagarlo con un prologando sufrimiento.
Pero yo creo que hay otras realidades posibles, yo creo que es posible abortar en un entorno donde se afirme nuestra autonomía, un entorno donde contemos con redes de apoyo que nos acompañen sin juzgarnos, que reconozcan que la decisión es nuestra y que brinden el cariño necesario para poder afrontarlo de manera serena. Interrumpir un embarazo no deseado no debe ser una experiencia dolorosamente traumática y que sea así depende más de los factores alrededor de esta decisión que de ella en sí misma; me refiero, si desde temprano nos socializan que nuestro destino es la maternidad, que la finalidad de las relaciones sexuales es la reproducción, que la vida humana surge desde el momento de la fecundación y que, por ende, el aborto es un pecado o un crimen, muy seguramente viviremos con culpa o vergüenza esta decisión. Penalizar el aborto no conlleva su disminución, sino que alimenta la clandestinidad del acto donde probablemente no contaremos con procedimientos seguros ni con el acompañamiento debido, muy probablemente también lo hagamos en silencio, guardando un secreto que alimente nuestro remordimiento.
Y es que esta práctica no es nueva, se ha llevado a cabo por milenios en distintas sociedades, ahora hay fármacos, en otros momentos se hacía/hace con plantas medicinales o artefactos que se encuentran en cada hogar, en algunas sociedades se hacía rodeada de personas cercanas, en otras en solemne soledad. Muy seguramente muchas de nuestras madres, abuelas y tías también lo hicieron, muy seguramente si recorremos nuestra línea familiar nos sorprenderemos al encontrar tantas familiares que abortaron en silencio por el miedo de las represalias que conlleva hablar de ello en primer persona. Al contrario, cuando se habla con mujeres que han tomado esa decisión con seguridad, que además reciben el apoyo médico y social previo, durante y posterior a la interrupción del embarazo, con información verídica y diálogo empático, la mayoría expresan gratitud y emociones positivas sobre ese momento de sus vidas. Esto demuestra que es posible abortar y hacerlo afectuosamente. Esto demuestra, además, que el empoderamiento no sólo deviene del acto en sí mismo, ante el cual declaro mi autoridad sobre mi vida, sino del entorno cuidadosamente construido a mi alrededor que busque reafirmar nuestra libertad y autonomía sin dejarnos solas enfrentando todas las vicisitudes que devienen de ese proceso.