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Históricos
La Diócesis de Cúcuta, sus inicios
A comienzos del siglo XVIII, la Arquidiócesis de Bogotá, comenzó el proceso de escisión de su territorio, debido al incremento de fieles y a la dificultad de administrar tan vastas jurisdicciones.
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La opinión
La Opinión
Sábado, 10 de Mayo de 2025

Antes de iniciar este breve recuento sobre la historia de la Diócesis de nuestra ciudad, quiero expresar mis agradecimientos al R.P. Juan Botero Restrepo de cuyo libro, Breve Historia de la Diócesis de Cúcuta 1956 – 1981, se obtuvo toda la información de esta crónica.

Lo primero que es necesario recordar, es el origen eclesiástico de la ciudad, cuando los habitantes del valle de San José de Guasimal, solicitó la elección de una parroquia que les evitara tener que atravesar la entonces caudalosa corriente del Pamplonita, para asistir a la misa dominical en el Pueblo de Indios, como se denominaba en esos años, el sitio conocido hoy como el barrio San Luis.

Desde esa época surgen las aspiraciones de la población de tener un mejor estatus religioso, una especie de independencia eclesiástica que les prodigara mayores privilegios espirituales. Avanzada la Colonia, la Iglesia Católica, que guiaba todas las actividades religiosas del país desde el mismo Descubrimiento, había instituido su poder en Santafé, capital del Virreinato de la Nueva Granada.

A comienzos del siglo XVIII, la Arquidiócesis de Bogotá, comenzó el proceso de escisión de su territorio, debido al incremento de fieles y a la dificultad de administrar tan vastas jurisdicciones.

El 25 de septiembre de 1835, el Papa Gregorio XVI decidió crear la Diócesis de Nueva Pamplona, la cual administraría la feligresía del territorio que comprendía desde la frontera con Venezuela hasta el río Magdalena y limitando desde el norte con la Diócesis de Santa Marta y el sur con la misma Arquidiócesis de Bogotá. Posteriores decisiones excluyeron poblaciones como El Socorro cuando fue convertida en Diócesis y las Prefecturas Apostólicas del rio Magdalena y de Labateca.


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El desmembramiento de territorio continuó en 1951 cuando se creó la Prelatura Nultius de Bertania en el Catatumbo y al año siguiente la Diócesis de Bucaramanga, amabas segregadas de la Diócesis de Pamplona.

Cuentan los rumores, que los más honorables personajes de la fría ciudad de Pamplona, iniciaron un movimiento de protesta y reivindicación muy discreto, con miras a resarcir el dominio perdido, logrando, en 1956, que se les devolviera la potestad y autoridad abandonada, elevándola a la categoría de Arquidiócesis.

Mientras que en Cúcuta se apreciaba el extraordinario crecimiento económico y social y un notable progreso, la feligresía con toda seguridad, apoyados por los combativos párrocos del momento, apoyaban la idea de emanciparse de la Diócesis de Nueva Pamplona, ahora convertida en Arquidiócesis.

Sin embargo, la Santa Sede no la tenía tan fácil para cumplir con tan justa aspiración y de ahí que se plantearan dos alternativas para satisfacer las pretensiones de los cucuteños.

Primero se pensó en la creación de la concátedra de Cúcuta, una solución que ya había sido aplicada cuando una situación similar se presentó con las ciudades de El Socorro y San Gil en Santander; no obstante, esta posibilidad fue descartada argumentando la importancia que la ciudad ostentaba, no comparable con la situación de las dos poblaciones anteriormente mencionadas.

Por esta razón, se temó la decisión de la creación de la nueva Diócesis de Cúcuta, desmembrándola del territorio de la Arquidiócesis.

El estudio y las discusiones que se dieron alrededor de esta nueva Diócesis venían desde el año anterior, cuando el Nuncio Apostólico en Bogotá, Monseñor Paulo Bértoli, planteara la conveniencia de la creación de una nueva Diócesis en la zona fronteriza con Venezuela.

Puede argumentarse que el verdadero gestor de la erección de la Diócesis de Cúcuta fue Monseñor Bértoli, quien batalló un contra de los prelados de la Diócesis de Nueva Pamplona, en cabeza del obispo Rafael Afanador y Cadena, quien para la fecha se encontraba viejo y enfermo y en su reemplazo ejercía un Administrador Apostólico, Monseñor Norberto Forero y García, quien se opuso a la secesión de su circunscripción.

Afortunadamente la Santa Sede resolvió acceder a los deseos de la Nunciatura y tal como se comentó en el párrafo anterior, como indemnización a la Diócesis madre se le concedió el honor de convertirla en Arquidiócesis de la cual será sufragánea la nueva Diócesis de Cúcuta.

Ambos hechos se hicieron realidad el mismo día, 29 de mayo de 1956, cuando fueron designados como primer Arzobispo de Nueva Pamplona, Monseñor Bernardo Botero Álvarez, quien era Obispo de Santa Marta y como primer Obispo de Cúcuta a Monseñor Luis Pérez Hernández, quien hasta ese momento era Obispo titular de Arado y Auxiliar de la Arquidiócesis de Bogotá.

En los días anteriores al nombramiento del primer Obispo, como es la tradición local, corrían los rumores y hasta las apuestas de quién sería nombrado en este nuevo cargo.

El más nombrado no podía ser otro que el reverendo Daniel Jordán, párroco de la iglesia de San José, de quien se decía era el “fijo” para ejercer el cargo; sin embargo, parece que su beligerancia no era del gusto de los altos jerarcas de la Iglesia y que preferían un obispo más “dócil y manejable” y que no diera tanto de qué hablar; cuestión de diplomacia que al parecer fue la ganadora.

Un breve recuento de la extensa bula pontificia, “Ecclesiarum Omnium”, traducida del latín, por medio de la cual se crea la Diócesis de Cúcuta dice:“Pío Obispo Siervo de Dios para perpetua memoria: anhelando atender al bien de todas las iglesias que por voluntad de Dios… no hemos dejado de hacer lo que debe hacer para un mejor gobierno y mayor bien de los fieles… Concedimos lo que se nos pedía.

Separamos del territorio de la Diócesis de Nueva Pamplona, la ciudad de Cúcuta, con todo su territorio…fundamos la Diócesis que se llamará Cucutense, por el nombre de su ciudad capital… En la ciudad de Cúcuta, como es obvio, quedará la sede y el domicilio del obispo y allí estará la cátedra de la autoridad episcopal…”

El texto culmina con la siguiente observación: “… si alguien, cualquiera que fuere, despreciare o de alguna manera desobedeciere este decreto nuestro, sepa que incurrirá en la penas establecidas por el Derecho Canónico para quien desobedeciere los mandatos del Romano Pontífice.”

Lo firman el canciller, Celso Constantini y el cardenal Adeodato Juan Piazza, secretario de la Sagrada Congregación Consistorial. Fue expedido el 10 de agosto del año XVIII del pontificado de Pío XII.


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