

Ayer, Alejandro, con apenas cuatro años, tuvo que hacer algo que ningún niño debería enfrentar: despedirse de su padre.
La imagen de sus pequeños brazos aferrándose a su madre, María Claudia Tarazona, frente al féretro de Miguel Uribe —quien fue arrebatado por la violencia— es un golpe en el alma de Colombia.
Es antinatural. Un niño no debería caminar tan temprano hacia la orilla del adiós.
No debería conocer la palabra “magnicidio”.
No debería aprender, tan pronto, que la vida a veces se lleva a quienes más necesitamos.
Fue desgarrador cuando mientras su madre María Claudia le hablaba y le señalaba el cielo indicándole que hacia allá partió Miguel Uribe, el pequeño Alejandro tocaba el ataúd, cubierto por la bandera de Colombia en el Salón Elíptico del Congreso.
Su padre también creció sin su madre, víctima de otra violencia que nos marcó como nación.
Hoy la historia parece repetirse, como si no hubiéramos aprendido nada, como si estuviéramos condenados a escribir siempre las mismas páginas manchadas de sangre y ausencia.
Hace 34 años, a la misma edad de su hijo Alejandro, Miguel Uribe quedaba huérfano, cuando por orden del temido narcotraficante Pablo Escobar Gaviria fue asesinada su mamá Diana Turbay, el 25 de enero de 1991.
Alejandro es una víctima inocente al perder violentamente a su padre arrancado de este mundo por el hecho de pensar diferente.
Por eso, desde estas líneas, queremos pedirte perdón, Alejandro.
Perdón porque fallamos como sociedad.
Perdón porque en lugar de proteger, permitimos que la intolerancia, el odio y la impunidad sigan robando padres, madres, hijos y hermanos.
Perdón porque no hemos sido capaces de cerrar las heridas del pasado y evitar que se abran otras nuevas.
Perdón porque no hemos superado la intolerancia y la agresividad en el país.
Perdón por no haber entendido que debemos saber existir en medio de las diferencias y que las vías del diálogo y la concertación son la opción para superar contradicciones o acercar posiciones.
No podemos devolverte a tu papá, Alejandro, pero sí podemos comprometernos —ante ti y ante todos los niños de este país— a no normalizar jamás la violencia, a exigir justicia y a trabajar para que ningún otro niño tenga que vivir lo que hoy vives tú.
Que tu dolor nos despierte.
Que tu historia sea la última que contemos con lágrimas.
Que Colombia, por fin, aprenda a cuidar a sus hijos.
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