Durante una visita al Harry Ransom Center, donde reposan los archivos personales de Gabriel García Márquez, Nadia Celis dio con un importante hallazgo: un manuscrito inédito de ‘Crónica de una muerte anunciada’ que contiene un insólito epílogo.
El descubrimiento detonó en la escritora el impulso por desentrañar los efectos que la célebre novela del premio nobel tuvo y sigue teniendo no solo en los personajes reales que inspiraron aquella historia, sino también en sus miles de lectoras y lectores.
Este libro, su extraordinario relato de la investigación, es una travesía apasionante que rebasa los límites de la ficción y de la realidad. Lea aquí un fragmento de ‘Crónica de un amor terrible’, editado por el sello Lumen, de la casa editorial Penguin Random House.
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Crónica de una historia inconclusa
La «historia secreta» de los amores «terribles» de la novia devuelta en Crónica de una muerte anunciada se cruzó en mi camino por primera vez en el 2016, cuando me encontré con un borrador inédito de la novela de Gabriel García Márquez. Ocurrió durante la primera de dos estancias que pasé en Austin, sumergida en los archivos personales del escritor, que residen desde el 2015 en el Harry Ransom Center. Recuerdo haber pasado ese mes aterida de frío.
Advertida del calor desértico de Texas, y aún cargando las maletas con las que había pasado un semestre en Cartagena de Indias, no me había preparado para el imperio de aire acondicionado que preserva los documentos resguardados en ese recinto de la Universidad de Texas.
Supongo que sufrí aún más el frío porque pasaba la hora del almuerzo recluida extrayéndome leche con la bombeadora, en una oficina vacía cuya llave compartía con otra madre lactante. Mi primer hijo, Sebastián, tenía nueve meses y se quedaba con su padre en la casa que alquilamos por los veranos de 2016 y 2017 para que yo pudiera dedicarme a la investigación en el archivo.
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Había llegado allí en busca del amor, o al menos eso le había dicho al jurado de la beca que cubría mi estadía, pues era alrededor del amor y su relación con el poder sobre lo que giraba, y aún gira, mi estudio de la obra de Gabriel García Márquez.
El legajo de materiales que documenta el ascenso al estrellato sin precedentes del más poderoso de los escritores latinoamericanos descansa en una torre de concreto de siete pisos.
El edificio es notable por el contraste entre la transparencia de las tres primeras plantas y la ausencia de ventanas en las cuatro superiores, a tono con la ambigüedad de la misión que acoge: preservar sus joyas y a la vez hacerlas asequibles a investigadores y curiosos. Entre sus prendas más antiguas reposan una primera edición de la Divina comedia, folios de la obra de Shakespeare y una Biblia de Gutenberg.
Entre las huellas dejadas por los ídolos del escritor colombiano, sobresalen manuscritos de Joseph Conrad, las galeras del Ulises obsesivamente corregidas a mano por James Joyce, más de quinientas cartas de Virginia Woolf, los originales de los reportajes de Hemingway durante la guerra civil española, y curiosidades como las seis docenas y media de notas escritas por Marcel Proust a su ama de llaves. Entre los archivos de sus contemporáneos, también laureados, se destacan los de J. M. Coetzee y Doris Lessing.
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Entre los pocos latinoamericanos que lo acompañan están nada menos que Octavio Paz y Jorge Luis Borges. No es casual la elección de este centro para preservar el legado del autor de Aracataca.
El primer piso de la torre alberga exhibiciones temporales para locales y visitantes. En el segundo, la sala de consulta es custodiada por bibliotecarios encantadores y rigurosos que conducen a sus usuarios por cada paso del protocolo requerido para apreciar sus tesoros.
A la salida del ascensor del tercer piso, restringido a empleados e investigadores residentes, vigila imperiosa una fotografía enorme en blanco y negro de Gabo en el jardín de su casa de México, calculo ya en sus sesentas, de pie, de frente y con expresión desafiante.
Un lujoso reloj se asoma en su muñeca desmintiendo la sobriedad de su poncho. Los pisos restantes son de uso exclusivo de los artífices de la ilusión de eternidad que los materiales del centro promueven.
En mi única visita a esa zona, una mujer joven me muestra el sistema de hilvanado que, tras un año de experimentación, le permitió hacer hojeables las páginas de un manuscrito medieval de unos siete por diez centímetros con minúsculos dibujos en oro. Puedo ver también a otra artista de la restauración reintegrar primorosamente el registro ilustrado de las aventuras de un viajero del siglo XVIII.
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El legado del maestro, concluyo, reposa entre amorosas manos. No hay duda de que este es el lugar ideal para desafiar la peste del olvido. Una vez en la sala de consulta, un número reducido y oscilante de investigadores se acopia ante las mesas pobladas de papeles ancestrales.
De vez en cuando, una exclamación o una risita sosegada delatan los momentos cumbre del baile íntimo que cada cual ejecuta a solas con su fantasma. Las nuestras son relaciones intensas en citas de ocho horas diarias.
Me toma varias de esas citas releer las memorias del escritor, ampliadas por el ejercicio en reverso de comparar sus nueve versiones, con sus correcciones, supresiones y adiciones en la caligrafía de un Gabo septuagenario.
Mi obsesión más constante durante aquel romance de archivo fue la reconstrucción de la artesanía de sus novelas —releerlas, borrador tras borrador, atesorando el rastro del creador y sus manos—. Así pude atestiguar retroactivamente la conversión de «un desgaste irreparable» en una «erosión insaciable» o de una «reflexión abismal» en una «meditación crepuscular».
A ratos celebré el impulso que hizo que un aroma alguna vez «enternecedor» se convirtiera en un «perfume envilecido». En ocasiones lamenté también la muerte en el camino de visiones tan singulares como «el mundo entero visto a través de un estanque de gelatina hirviendo».
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