Los muchachos y los niños de ahora se las dan de mucho café con leche porque saben utilizar herramientas electrónicas, y nos miran a los de las generaciones de antes con pesar, porque nos criamos sin los adelantos tecnológicos de que ellos disponen ahora.
Cuando la mamá entra al último mes de embarazo, una noche, sienta al marido frente a ella, le apaga el televisor, aunque esté viendo fútbol, y le va diciendo:
-Bueno, mi don (ya no le dice mi amor, como antes), le toca que deje la jartazón con sus amigos y el jueguito de billar y las tales reuniones de trabajo, mejor dicho, que deje la vagabundina y se ajuicie, porque ahora vienen los gastos: los pañales, las camisitas, los talcos, la colonia, la leche en polvo (porque yo no voy a dañar la figura dándole de mamar al chino), y el celular. Fíjense, que no incluye el biberón en la lista, pero sí el celular, lo que significa la importancia de los aparatos electrónicos en la crianza de los hijos.
Hay científicos que aseguran que desde la barriga materna el niño ya siente necesidad de comunicarse con el mundo exterior por lo que, a falta de celular, agarra a pata limpia a la pobre madre. La mamá, alegre, les comenta a las vecinas que su hijo va a ser un futbolista por sus movimientos, sus gambetas y sus patadas en el vientre materno, y entornando los ojos, y con la mano en la barriga, se imagina al nuevo James o a otro Falcao, ganando montones de dólares en el Real Madrid o en los Emiratos Árabes Unidos. Lo que ella no sabe es que no se trata de un futbolista en potencia, sino de un preadicto al celular.
Llegará el día, supongo, en que al vientre de la mamá le introduzcan, no sé cómo, un pequeño celular para que el nonato se vaya acostumbrando a las aplicaciones, a las redes y a los chistes que por ellas circulan.
Eso es hoy. Pero quienes nacimos hace un jurgo de años también tuvimos nuestro aparato, nuestra Tablet, no tan moderna como las de ahora, pero sí la que nos sacaba de apuros. Yo la llevaba siempre en mi bolso, que mi mamá me había hecho con dril de unos pantalones viejos de mi papá.
Era la pizarra. Una tableta de piedra, bien labrada, con marco de madera, donde uno escribía con una barrita de cemento o de cal. Era borrable. Para eso uno llevaba junto con la Tablet, un frasquito de agua y un trapito para mojar, borrar y secar.
Las primeras palabras y las primeras frases (mamá, papá, amo a mi mamá, Anita tapa la tina) las escribimos en pizarra y las borramos, pero nos quedaron grabadas en la mente y en el corazón.
Un día desaparecieron las pizarras. Empezaron a llegar los cuadernos gratuitos, que mandaba el Ministerio de Educación y que decía Prohibida la venta. Traían el Himno nacional por un lado y por el otro, las tablas de multiplicar.
Se acabaron nuestras pizarras. Eran mejores que las tablets de ahora, porque no necesitaban carga eléctrica ni pilas. Jamás se descargaban. Jamás debíamos conectarlas a la corriente porque, además, no había luz eléctrica.
Estoy seguro que la gente de mi generación, los que ya vamos doblando la esquina, llevan grabado el recuerdo de nuestras queridas pizarras, que se evaporaron o quién sabe qué se hicieron. Mi mamá guardó mi pizarra durante mucho tiempo en su baulito verde de cachivaches y recuerdos. Un día, en que quiso mostrarla como un trofeo a sus amigas, la pizarra estaba partida. Tal vez no resistió el dolor de verse inútil y encerrada tanto tiempo. Tal vez se le creció la amargura y se partió en tres, en una especie de suicidio de pizarra.
Se suicidó mi Tablet, perdón, digo mi pizarra, pero la sigo queriendo y recordando como sucede con la primera novia, a la que nunca se olvida.
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