
Hay heridas que no se ven, pero que marcan generaciones. En Colombia, y particularmente en Norte de Santander, la educación ha sido una víctima silenciosa del conflicto armado. En territorios como el Catatumbo, donde la guerra marcó generaciones enteras, el acceso a la educación quedo a un segundo plano. Decenas de niños y jóvenes que vivían en zonas rurales golpeadas por la guerra entre el Eln y las Farc tuvieron que dejar sus escuelas, sus hogares y hasta sus sueños por esta disputa criminal. Muchos llegaron a Cúcuta escapando del fuego cruzado, de la violencia selectiva y del abandono institucional.
Cúcuta, una ciudad resiliente pero limitada en su capacidad institucional, tuvo que enfrentar un fenómeno sin precedentes: miles de familias, niños, jóvenes y adolescentes llegaron con hambre, sin documentos y sin escuela. Una crisis humana a gran escala.
Frente a tanta necesidad, es justo reconocer que el municipio no se estuvo del todo preparado. Pero también es justo aplaudir lo que sí se hizo. La institucionalidad; El papel del Concejo Municipal, de la Alcaldía, de la Gobernación y de muchos empresarios fue clave para tender una mano, para abrir comedores, brindar becas y crear espacios de atención. No solucionaron todo, pero hicieron mucho. Y eso no se olvida. Mientras que el Gobierno Nacional no estuvo a la altura para enfrentar esta crisis humanitaria. Norte de Santander quedó relegado a una segunda o tercera prioridad.
Hoy, decenas de familias regresan a sus tierras. Algunos celebran la noticia, y es justo hacerlo. Pero otros regresan al mismo abandono. Porque sin inversión social, sin educación de calidad y sin infraestructura, el retorno no es una solución: es solo el reinicio de un ciclo de pobreza y olvido.
Además, muchos jóvenes que cursan grado 11 y sin saber si podrán estudiar en la universidad o vivirán en el que hacer del día a día, es decir, de la informalidad; es difícil que el Derecho a la Educación en Colombia se garantice. No porque no quieran estudiar, no porque no tengan talento, sino porque no hay con qué. Porque el país les dio la espalda en el momento más crucial. Sin embargo, en medio de ese panorama sombrío, hay una luz que no se apaga: la esperanza. Esa esperanza se alimenta de personas que creen, que apoyan y que extienden la mano cuando más se necesita.
Yo soy uno de esos jóvenes. No nací en cuna de oro, no crecí con oportunidades. Pero tuve la bendición de Dios de encontrarme con docentes y personas que vieron más allá de mis carencias. Personas que, en vez de juzgarme, me escucharon. Que, en vez de cerrarme puertas, me las abrieron. Y por eso escribo esto: porque si yo pude, otros también pueden. No los dejen solos. Apóyenlos. Muchos de ellos solo necesitan un empujón para cambiar su destino, para convertirse en profesionales que impacten esta sociedad.
Ahora bien, hoy quiero rendir homenaje a dos figuras emblemáticas del derecho en nuestra región: (i) el Dr. Fabio Peñaranda, maestro del derecho civil, excontralor, magistrado y catedrático de la Universidad Libre, recordado por su sabiduría y calidad humana; y (ii) el Dr. Guillermo Tapias, apasionado por el derecho público y constitucional, quien desde su rol como docente y líder político dejó una huella profunda. Ambos formaron generaciones con rigor, empatía y compromiso. El doctor Tapias, además, se destacó por llevar el conocimiento jurídico a la ciudadanía a través de los medios, acompañado siempre de sus estudiantes. Aunque muchos jóvenes de hoy no los conocieron, su legado sigue vivo en cada profesional que inspira justicia, ética y vocación de servicio. Palabras expresadas por Henry Rincón, estudiante y ahora profesional en Derecho y por el Dr. Jesús Parada catedrático de la Universidad Libre.
Reflexión: La educación es más que un derecho: es el puente entre la esperanza y la transformación. En cada aula se cultivan los sueños de quienes, como yo, hemos encontrado en ella una segunda oportunidad.
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