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¿Trabajar para vivir, o vivir para trabajar?
¿Estamos dispuestos a vivir bien, aunque eso implique trabajar menos, o seguiremos convencidos de que nuestra única identidad está en trabajar hasta el agotamiento?
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Jueves, 4 de Septiembre de 2025

Se ha comunicado al país la tasa de desempleo en Colombia en julio de 2025 de 8,8%.Durante el séptimo mes del año, la cifra para hombres fue de 7,1% y para mujeres, de 11,1%, con una brecha de 4,4 puntos porcentuales. Con ello me he cuestionado recientemente y de manera constante esta pregunta que no es para nada nueva, pero cada vez parece más urgente: ¿el trabajo es un medio para vivir con dignidad o se ha convertido en el fin mismo de la existencia?

En la tradición occidental, marcada por la ética protestante que describía Max Weber (1864-1920), trabajar significaba redención, disciplina, progreso. Esa herencia aún pesa en nuestras oficinas, fábricas y plataformas digitales, donde el éxito se mide en horas facturadas, en metas alcanzadas y en productividad creciente, casi siempre a costa de una sola constante, la vida personal. El problema es que esa lógica se ha quedado corta para explicar un mundo donde la frontera entre el trabajo y la vida se volvió difusa: correos a medianoche, reuniones los fines de semana y un “home office” que se volvió un “always office”, sin importar la aplicación de la Ley 2191 de 2022, si la respuesta se antoja ya, es ya.

En Colombia, con la reciente reducción de la jornada laboral a 44 horas, celebramos en el papel un avance hacia la calidad de vida. Pero, ¿qué ocurre si ese tiempo liberado no se traduce en bienestar real, sino en más trabajos informales, en “freelance” para completar ingresos o en la presión invisible de estar siempre disponible? El dilema se intensifica: creemos trabajar menos, pero en realidad vivimos más atados al trabajo que nunca, como lo han hecho saber los emprendedores que hacen de todo para sacar adelante su negocio personal.

El impacto no es solo individual, también es social. Sociedades que ponen el trabajo en el centro de la identidad generan ciudadanos agotados, consumidores compulsivos y familias fragmentadas. Mientras tanto, los países que han experimentado con jornadas reducidas y políticas de bienestar muestran que productividad y calidad de vida no son enemigos naturales, sino aliados estratégicos. “Un ensayo de un año (2024) en dos organismos públicos del gobierno escocés mostró que reducir la jornada a 32 horas semanales sin disminuir salario no solo no redujo la productividad, sino que mejoró notablemente el bienestar del personal, redujo el absentismo y el estrés psicológico, y elevó la moral” *

Quizá el punto no es escoger entre trabajar para vivir o vivir para trabajar, sino redefinir el sentido mismo del trabajo. ¿Puede ser el trabajo un espacio de propósito, de aprendizaje, de construcción colectiva, sin ser al mismo tiempo una cárcel de horarios y métricas? ¿Podemos como sociedad aceptar que el ocio, la familia, la cultura o incluso el simple descanso son tan productivos como una jornada laboral?

El reloj corre, y no hacia atrás. En un mundo donde la inteligencia artificial promete reemplazar tareas rutinarias e incluso profesiones, el desafío será decidir si liberamos tiempo para vivir mejor o si, por el contrario, inventamos nuevas cadenas para mantenernos ocupados.

La pregunta vuelve entonces con más fuerza en mi cabeza y quizás en la suya que es la idea: ¿estamos dispuestos a vivir bien, aunque eso implique trabajar menos, o seguiremos convencidos de que nuestra única identidad está en trabajar hasta el agotamiento?


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