Sólo hasta ayer, cuando lo llevaban a enterrar, supe que se llamaba Constantino. Constantino Peláez Herrera. Con nombre de emperador y apellidos ilustres. Hijo de don José María Peláez Salcedo y doña Tulia Herrera de Peláez, un matrimonio ejemplar de la provincia de Ocaña.
No se sabe exactamente, o mejor, yo no sé exactamente, dónde nació Constantino, porque los hijos de don José María nacieron en pueblos distintos, según fuesen las correrías de la familia.
Resulta que don José María fue maestro rural, maestro urbano, director de escuelas, profesor de colegios y supervisor de educación. Donde había necesidad de estar, allá estaba don José María, acompañado de doña Tulia y de los hijos que iban naciendo. Su vocación íntegra era la de maestro y por cumplirla viajaba hasta los pueblos más lejanos o las veredas más desconocidas, a pie o a lomo de mula, porque las carreteras eran escasas.
De modo que por allí nació Tino, cuyo nombre Constantino sólo lo tuvo en tres momentos de su vida: En la partida de bautismo, en la cédula y en el acta de defunción, que acaba de ocurrir.
Tino fue el más humilde de todos los Peláez. Porque los hijos de don José María todos fueron brillantes en sus profesiones y sus nombres son recordados en los círculos intelectuales y educativos del departamento. Don José María, además de educador, fue un escritor notable, autor de varias novelas y libros de poemas. Su hijo José María, Josito, fue cura en alguna época y después se dedicó al magisterio y a la literatura, campos ambos en los cuales descolló con sobrados méritos. Rafael ocupó altos cargos en la administración de Ocaña y el tiple y la poesía fueron sus compañeros de toda la vida. Juan de Dios, profesor de la Universidad de Pamplona, es también escritor y músico de los buenos. Junto con Alfredo Barriga, conformó el dueto Juancho y Alfredo, cuyas canciones sonaron y siguen sonando en muchos círculos artísticos del país. Ofelia, educadora, dirigió en algún tiempo la educación secundaria del departamento. Chela fue monja y rectora de su claustro. Y Teresita, la menor, siguió los pasos de sus mayores,
como educadora.
Las nuevas generaciones de los Peláez no han sido menos que sus progenitores. Todos profesionales. Todos músicos. Todos poetas. José María Peláez Mejía, uno de los menores, hijo de Rafael, es actualmente el decano de Derecho de la universidad Libre. De él dicen que es uno de los decanos más jóvenes y más brillantes que ha tenido la Libre.
Todos sobresalientes, menos Tino. Pero Tino fue grande en su amor por la familia, a la que nunca abandonó. Tino era servicial con todo el mundo. Tino tenía una inteligencia superior, de la que nunca hacía alarde, y tal vez por eso, se recogió en sí mismo, para no imitar a nadie.
Conocí a Tino en Las Mercedes, cuando yo, de niño, fui acólito del padre Josito Peláez. Tino era el sacristán, el campanero, el que estaba pendiente del aseo de la iglesia y de las flores para el Santísimo y del agua bendita para los domingos de asperges.
En una época en que el pueblo no tenía carretera, ni alumbrado público, ni teléfono, Tino cuidaba del caballo del padre, prendía y apagaba el motor de la luz de la iglesia, y llevaba y traía recados y encomiendas.
Tino jugaba con nosotros los acólitos, a la hora del juego, pero a la hora de trabajar era el primero en dar ejemplo.
Durante mucho tiempo no volví a saber de Tino. Lo encontré, de nuevo, ya mayor, sirviéndoles de apoyo a sus hermanas. Era el hombre de la casa. El que cuidaba de que nada faltara en aquel hogar, que sigue siendo el punto obligado de reunión de todos los Peláez, los hijos, los nietos, los primos, los amigos.
Ahora que se ha ido, deja un vacío inmenso en aquella casa. Pero se fue a llenar otro vacío en el cielo, donde los Peláez ya fallecidos seguro extrañarían las simplicidades y la tierna bondad de Constantino, digo, de Tino.