Los legados de los gobiernos muchas veces se definen más por el talante y la personalidad de quienes los presiden, que por sus programas y ejecutorias. Ahora que se cumplen 100 años del natalicio de Virgilio Barco, los analistas señalan su espíritu liberal recio y la determinación con la que impuso el esquema gobierno-oposición y liquidó los restos del frente nacional. A López Pumarejo se le recuerda por ser un demócrata progresista que impulsó la Revolución en Marcha, aunque pocos conocen las reformas concretas de su período. Alberto Lleras Camargo pasó a la historia como el creador del Frente Nacional y artífice de la reconciliación del país, sin que se conozcan las obras puntuales de su gobierno. Así podríamos mencionar cada uno de los presidentes de Colombia. A los más recientes, Santos y Uribe, se les reconoce de manera simplificada como el mandatario de la paz y el de la guerra.
Ahora que el gobierno Duque entra en su recta final y el sol pega duro en sus espaldas, comienzan las preguntas sobre la forma en que se recordará el gobierno del “que dijo Uribe”. Muchos aseguran que precisamente se tratará como el que puso Uribe. Otros lo señalarán como el presidente que intentó hacer trizas el acuerdo de paz. Unos más dirán que fue el primer mandatario que tuvo que enfrentar la peor pandemia en el último siglo. Algunos se enfocarán más en la figura autoritaria de quien manejó con represión las movilizaciones sociales más grandes en décadas.
Creo que más allá de esas opiniones y calificaciones sobre su mandato, las reformas tributarias, el manejo del Covid y el paro, al final prevalecerá la percepción de un presidente que hizo todos los esfuerzos por “creérsela” y que los colombianos se creyeran que era jefe de estado. Y en esa diaria misión se convirtió en un extraño personaje, mezcla de vanidad y autoritarismo, que debe demostrar que es quien está al mando. Son muchos los episodios que demuestran esos rasgos de su personalidad. Solo mencionemos algunos de los más recientes para descubrir a Duque.
Hace unos meses un medio de comunicación reveló que con recursos de los colombianos, en medio de la dura crisis fiscal, se preparaba la edición de un libro autobiográfico de la primera dama de la nación. A nadie se le había ocurrido antes semejante disparate, que al final se frustró por el escándalo mediático. El Puente Pumarejo en la ciudad de Barranquilla fue diseñado y contratado en el gobierno Santos y Duque llegó con toda su comitiva a inaugurarlo y colocar una gigantesca placa para apropiarse de la obra, en una costumbre que se repite a diario por todo el país. Al comienzo de la pandemia Duque comenzó a salir en programas de televisión todos los días de 6 a 7 pm. Se acostumbró tanto que se convirtió por más de 1 año en parte permanente de la programación diaria por todos los canales de tv, superando a dictadores que tanto desprecia como Maduro y Ortega.
En estas últimas semanas se lució con dos perlas únicas. Mandó a acuñar monedas con su nombre para obsequiar a visitantes del Palacio de Nariño, al mejor estilo de los emperadores romanos en la antigüedad, demostrando con ello una vanidad sin límites, y en un acto propio de regímenes autoritarios, decidió vetar a destacados escritores colombianos en la Feria del Libro de Madrid, acusados de no ser “neutros” frente a su gobierno.
Todos estos no son hechos aislados. Demuestran talante y personalidad raros para un presidente joven que suponíamos moderno y demócrata, más allá de su militancia política. Para no hablar de sus posiciones frente a las libertades y derechos de los colombianos como en el caso del aborto, la eutanasia o el matrimonio gay. En fin, más allá del desastre institucional o la incompetencia del gobierno, Duque será recordado por los colombianos como un presidente vanidoso y autoritario, que no estaba preparado para gobernar un país tan complejo y difícil como el nuestro.