A los doce años y en primero de bachillerato fui embutido en democracia. No recuerdo a cuento de qué, pues aquel niño no manifestó aspiración alguna para ser electo representante de curso. Tengo el vago recuerdo de que la profesora titular me metió en la terna por ser el hijo de y el hermano de; y claro, con la campaña liderada por “la tícher” los otros contendientes quedaron en la cuneta. Al final, la gestión del infante presidente se limitó a encargar las camisetas para el equipo de fútbol de 1ºA y a elaborar la lista para los turnos de aseo del salón.
Así era más o menos en esa época. Ya había terminado el arreglo rojiazul del Frente Nacional y el Presidente de la República –siguiendo la tradición– alzaba su dedo índice aún untado con tinta indeleble y dictaba: gobernador de tal departamento, Fulano; y éste, con su dedo electo, apuntaba y nombraba a Zutano alcalde de tal municipio, hasta que la democracia amplió su barriga y todos los censados pudieron elegir a sus gobernantes más próximos, los que deberían velar por las cuitas más próximas. Desde entonces, los candidatos han hecho campaña con topes presupuestales y reglas opacas para ser ungidos por el pueblo.
Y unos ganan y otros pierden y unos gastan y otros también; y los que ganan quieren repetir y los que pierden también, porque la política además de ser –según Ambrose Bierce– un “conjunto de intereses disfrazados de lucha de principios” también suele ser uno de los empleos más apetecidos, empezando porque como político o aspirante a serlo no te enfrentas a las zancadillas de las jefas de recursos humanos o a entrevistas con gerentes prepotentes. Ser colombiano hincha de la Selección Colombia, no haber estado en la jaula y no llevar mucho tiempo viviendo en el lugar por gobernar, son más o menos los requisitos para un candidato. Bueno, y tener un aval, que no es otra cosa que lamer algunas partes del cuerpo a un grupo político así no sepas qué piensas tú o qué piensa ese partido.
Llevamos varios lustros de elecciones populares y además de detectar que tal práctica crea adicción (no la de votar, sí la de ser votado), puedo olisquear que rige una especie de dedo elector como el de antaño pero con la uña sucia y sin cortar. Ya no hay idea que valga, ya no hay argumento que se imponga. Ahora se escucha incluso faltando semanas para la elección –por ejemplo y en voz del pueblo soberano–: Mengano ES el Gobernador. Antes de votar, la gente da por hecho que Tal ha metido a su campaña tantos millones porque Tal Otro le dio otros tantos y que el actual mandatario ya le allanó el camino y éste a su vez esperará paciente su nuevo momento. Eso se dice, eso se cree, eso se da por hecho. Y los demás contendientes, en la cuneta.
Algunos de ellos hacen parte de las excepciones, los políticos excepcionales, que deberían ser la regla. Pero no. Ellos, a diferencia de quienes acuden a la faltriquera dudosa o a la percusión fácil, tienen lo que los dinosaurios llamaban “vocación de servicio”. Escasos y peliagudos de encontrar como una buena trufa, pero los hay, son la manzana sana entre las podridas, así como hay contados electores que votan sin esperar nada diferente a una gestión pulcra y bizarra.
Lo de comprar aquellas camisetas infantiles tal vez no fuera necesario y hacerlo para el deporte proselitista podría ser prescindible; en cambio, lo de las listas de aseo se antoja digno de porfía y urgencia. ¿Cómo acabar con tanta putrefacción? Pues como se hace con los salones sucios: limpiar y fregar y enjabonar y enjuagar y cepillar y echar agua otra vez y más y más agua, aunque sólo queden náufragos con derecho al sufragio o sufragantes con derecho a naufragar.