Hablemos de la trata de personas, el delito de lesa humanidad definido como la captación, traslado y acogimiento de víctimas con fines de explotación para provecho económico o de cualquier otro tipo. En términos generales, se asume como el accionar de redes de crimen organizado internacional que captan mujeres víctimas en nuestro país para trasladarlas a Europa o Asia, donde serán explotadas sexualmente. Cuando estos casos se hacen públicos, suelen captar la atención de los medios de comunicación que rápidamente informan los detalles para alertar y buscar la empatía del público expectante, como ocurrió hace unas semanas con la familia que conformó una red que captaba mujeres jóvenes para ser explotadas sexualmente en Panamá (híper vínculo: https://www.laopinion.com.co/contenido/judicial/asi-se-movia-la-familia-que-conformo-una-red-de-trata-de-personas-en-cucuta).
Es cierto, en efecto eso pasa, pero también hay un rostro de la trata que es más difícil de encarar, uno que se ha recrudecido en los últimos años y, a diferencia del caso previo, es recibido con indiferencia o justificaciones. Durante unos meses tuve la oportunidad de participar como asesora temática en un proyecto de Profamilia contra este delito, financiado por GIZ-UE; lo que más me marcó de esta experiencia fueron los testimonios de las víctimas, mujeres venezolanas indocumentadas, que exponían cómo eran explotadas en restaurantes, bares o casas de familia bajo el disfraz del empleo. Juana* nos comentaba que acudió a una familia luego de que le ofrecieran la posibilidad de trabajar como empleada doméstica por un salario mínimo. Con varias bocas que alimentar y luego de ser rechazada en distintos lugares bajo pretextos xenofóbicos, ella acepta, considerando que encontró una gran oportunidad para escapar a la pobreza.
Luego de semanas limpiando y lavando sin firmar un contrato laboral, el hijo mayor de la casa le menciona que no se le pagará el salario estipulado, a veces su pago será menor, otras veces será con comida; además, pasará a ser interna para que esté disponible desde las 4:00 a. m. hasta las 11:00 p. m. y sus salidas quedarán restringidas a unas horas a la semana con vigilancia de algún integrante de la familia. Juana reclama, esto no era lo pactado, pero recibe como respuesta que “debería estar agradecida por tener un trabajo”, de lo contrario, le informarán a la policía para que procedan a deportarla. A Carmen* le ocurrió una situación similar: fue contratada como mesera de un billar, pero luego de unos días, el gerente le exigió que acompañara a los clientes hombres mientras tomaban, debía permitir que le tocaran el cuerpo y si ellos proponían pagar por sexo debía aceptar. Ella, como Juana, rechaza las nuevas condiciones pues nunca fue acordado, pero recibe como respuesta insultos contra su nacionalidad y amenazas de llamar a Migración Colombia para que la deporten.
Sus relatos nos muestran que algo cambió: la trata de personas está ocurriendo en nuestra ciudad frontera, pero no en lugares clandestinos protegidos por criminales, ocurre en la legalidad de las casas de familia y establecimientos de servicios. En este contexto, Profamilia lanzó la campaña #SeTrataDe pues, como muestra la experiencia de Juana y Carmen, combatir este delito requiere no solo conocer la norma (Ley 985 de 2005), también se trata de erradicar los prejuicios xenofóbicos y misóginos que legitiman, a los ojos de población civil, como usted y yo, cometer esta afrenta mayor contra la vida.
*Nombres cambiados.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en http://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion