El Día del Agua me bañé tres veces. Lo hice no por mí, sino por ella, el agua. Y canté en el baño, cosa que muy poco hago. Le canté Las mañanitas, cuando aún no salía el sol. No es por nada, pero me salió bonita la canción, la que le cantaba el rey David a las muchachas bonitas. Sólo faltaron el vino, la guitarra y las muchachas bonitas.
-Y eso, ¿a quién le canta tan temprano? –me preguntó mi mujer, a través de la cortina. Para que no fuera a pensar cosas que no son, le respondí, de inmediato:
-Al agua. Hoy es su día.
-¿Al agua? ¿Y por celular? ¡Cómo no, mi ñoño! Será Agua Matilde, o Agua Lina o Agua Elizabeth.
-¡Cómo se le ocurre que por celular! –le dije-. Al agua se le canta de frente, al puro chorro-. Tuve tiempo para pensar que no conozco ninguna mujer que se llame Agua, como sí las hay que se llaman Luna, Lucero, Lluvia y Aurora.
Al medio día me volví a bañar y me le vine con esa ranchera que dice “Felicidades, en este día, felicidades”. Yo creo que el agua estaba emocionada pues la sentí toda tierna, toda acariciante, toda cosquilleadora, como muchacha de diecinueve.
Y por la noche, me despaché con ¡Ay, qué noche tan bonita es la noche de tu día! Y ahí fue cuando sentí que el chorro era más grande, que su fresquedad inundaba mi cuerpo todo, y allí hubiera permanecido largo rato recibiendo tan húmedas caricias, si no hubiera sido por la voz ya conocida: “¿Y es que no piensa salir del baño? ¡Claro! ¡Como usted no paga el recibo!”
Lo que quiero decir es que el día del Agua me sentí muy bien con ella, con el agua. Y creo que ella, el agua, se sintió muy bien conmigo. Por eso yo, desde esta humilde columna, quiero pedirles a mis lectores que quieran al agua, que la consientan, que la acaricien, que le canten y que la protejan. Igual a lo que se hace con alguien a quien se quiere de verdad.
Dicen los mamadores de gallo que “Agua que no has de beber, déjala correr”. Mentiras. No hay que dejar correr el agua. Hay que cerrar la llave. Hay que ahorrarla. Y no tanto por el recibo, sino porque se nos acaba. Aseguran los acuólogos que el agua se está acabando en el mundo entero, por culpa de nosotros mismos. Tumbar árboles, acaba el agua. Explotar oro en las fuentes hídricas, acaba el agua. Volar oleoductos, acaba el agua porque los hidrocarburos la contaminan. Arrojar basuras, escombros y excrementos a los ríos, acaba el agua limpia, el agua sana, el agua que necesitamos.
Dicen otros que cuando el río suena, piedras lleva o se ahogó un músico o la orquesta entera. Y yo pregunto: ¿Y cuando no suena? Nuestro querido Pamplonita no lleva piedras, ni agua, ni músicos. Lo dejamos secar en nuestras propias narices. Le cortaron los árboles de la ribera y los árboles de las quebradas y arroyuelos que lo nutrían. En verano parece un camino de piedras. ¡Se nos acaba el agua, compadre Edgardo! ¿Qué hacemos?
Los cucuteños de antes recuerdan con nostalgia cuando a lo largo del Pamplonita había pozos profundos, y la gente acudía en manada a bañarse. Los muchachos, a la salida del colegio; las señoras, a la hora de ir a lavar los chiros, y los novios, a la cita de amor entre chapuzones y empujadas al agua. Hoy, aquello es un recuerdo. De cuando en cuando el Pamplonita vuelve a llenarse de agua, por algún aguacero en la parte alta, o por temporada de lluvias. A los tres días, el río vuelve a estar seco. Y le echamos la culpa a lo que llaman El fenómeno del niño.
El otro día llovía y llovía y refrescaba el ambiente y los jardines florecían y las cosechas se daban y los árboles lustraban su verdor. Entonces cantábamos el galerón llanero: Aguas que lloviendo vienen, aguas que lloviendo van. Hoy sólo acertamos a decir: Agua pasó por aquí, cate que no la vi.
Sembremos agua, es decir, sembremos árboles. Hace poco, un amigo, a falta de solar, sembró en la terraza de la casa donde vivía, un montón de árboles: aguacates, mangos, naranjos, mandarinos, mamones y zapotes. Cuando la dueña de la casa se dio cuenta que la terraza había empezado a gotear, lo lanzó a la calle sin contemplación alguna.
Y en estos días una muchacha escritora me recordó el poema de Jairo Aníbal Niño, que de regalo de cumpleaños le dio a alguien un bosque: una cajita con un montón de semillas. ¡Con el bosque le estaba regalando sombra, frescura, paz, amor y agua!
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