La necesidad de una profunda reforma al sistema de administración de justicia es ya vieja. Al menos media docena de proyectos se han hundido en los últimos quince años. La mayoría de ellos por cuenta de las altas cortes que, a pesar de que los hechos gritan por el cambio, se niegan de manera sistemática a dejarse reformar.
Los problemas son evidentes: la Constitucional asumió, por vía de su doctrina de los “pilares de la Constitución”, funciones de poder constituyente y reemplazó hace rato al Congreso. Por esa vía, se politizó. Como consecuencia, conscientes de que el poder real se había desplazado del parlamento a la Corte, los partidos políticos y los jefes de gobierno intentaron controlar la corporación nominando abogados que fueran simpatizantes de sus posiciones aunque de constitucional no supieran nada. Como resultado, la
Constitucional es hoy perfectamente capaz de desdecirse, en apenas semanas, de su propia jurisprudencia, y de subordinar la defensa de la Constitución, la razón de su existencia, a los intereses del Gobierno, como hizo con ocasión del plebiscito y como sigue haciendo cuando tiene que examinar asuntos relacionados con el pacto con las Farc. Su irresponsabilidad en materia económica es supina, además. Son frecuentes los fallos que convierten expectativas en derechos, que extienden eses derechos arbitrariamente a terceros, que crean derechos inexistentes, o que vuelven obligaciones exigibles lo que eran meras recomendaciones políticas de organismos internacionales, haciendo que el Estado destine ingentes recursos a unos pocos individuos beneficiarios de los fallos en lugar de proveer educación, salud y seguridad a todos.
Por su lado, en lo contencioso administrativo hay jueces que, por simpatizar con la izquierda, son capaces de hacer responsable al Estado de actos violentos cometidos por la guerrilla, como la magistrada Luz Stella Conto con el caso del Club el Nogal, para nombrar solo uno, o de pretender que Colombia renunciara a su derecho y su deber de defenderse en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como ocurriera con el Palacio de Justicia.
La Corte Suprema de Justicia es la tapa de la olla. Si bien es verdad que hay magistrados sabios y honorables, algunos son simplemente pillos redomados. Tres ex presidentes de esa corporación están siendo investigados por vender sus sentencias y hay otros más vinculados al Cartel de la Toga. Y desde la Sala Penal algunos magistrados toman decisiones solo por razones políticas, como en el caso de Luis Alfredo Ramos, a quien se privó de la libertad por años y aún hoy no tienen sentencia, más de 24 meses después de cerrada la etapa de instrucción.
O usan, sin pudor, un doble estándar para beneficiar a la guerrilla, a Santos y a sus amigos, y para perjudicar a sus contradictores. Así, no tienen problema en desechar la información contenida en los computadores de Raúl Reyes, dizque porque se había recogido ilegalmente, pero ahora no tienen reparo en intervenir por al menos cuatro semanas el teléfono de Álvaro Uribe alegando haberlo hecho por ”error”, y trasladar la información recogida ilegalmente a un proceso que negaron que existiera por varios meses a pesar de las insistentes preguntas de los abogados del ex Presidente. ¿De verdad pretenden que creamos que quienes hicieron la intervención no reconocieron la voz de Uribe, probablemente la voz más conocida entre todos los colombianos? En el remotísimo caso de que eso hubiera ocurrido, ¿por qué siguieron con la interceptación después de que oyeron centenares de veces que los interlocutores llamaban “Presidente” a Uribe o Uribe mismo se identificaba cuando era él quien hacía la llamada? La verdad es que es práctica común hacer “chuzadas” incluyendo los números de quienes quieren espiar en investigaciones de otros procesos, como ahora. Lo novedoso es en este caso es la bendición del magistrado Barceló a semejante práctica que, por cierto, es un delito. ¿O acaso fue Barceló mismo quien dio la orden?
La politización de la justicia es, con mucho, uno de los principales males de la administración de justicia. La reforma tiene que atacar ese desastre, aunque las altas cortes se opongan, como ocurrirá.