Crear y cambiar normas constitucionales y legales con la aspiración de inducir comportamientos humanos ha sido parte de la cultura latina. Hay que cambiar las normas porque las sociedades cambian, pero nuestro problema radica en cambiar por cambiar, en aparentar (o desear) que cambiando normas se van a resolver ciertos problemas y por eso (o para eso) muchas veces cambiamos las normas sin un diagnóstico acertado de lo que la sociedad necesita, o sin un propósito planeado de lo que se pretende mejorar o cambiar. El por qué y el para qué cambiar normas obedece muchas veces en nuestro medio a razones de poder, soberbia y burocracia.
En los tres proyectos de reforma constitucional que se han puesto a consideración del congreso hay cosas buenas, por ejemplo, eliminar que las cortes y tribunales tengan atribuciones de nominación o de escogencia de otras autoridades, es decir, es saludable que los jueces se dediquen exclusivamente a juzgar, lo cual constituye su función natural y no a estudiar hojas de vida o hacer entrevistas y votar por personas que aspiran a otros cargos ajenos a la función judicial. Desde 1991 se ha comprobado que esa práctica no ha sido buena, fue un desacierto y por tanto se justifica la rectificación.
Pero hay otras cosas tan discutibles como bizantinas, por ejemplo, discutir si el período de los magistrados (as) de altas cortes debe ser de 8 o 10 o 12 o más años. Como en todo asunto polémico hay teorías lo cual no es el propósito de esta opinión. Pero lo curioso es que en 200 años que llevamos de vida institucional no hayamos definido si un magistrado debe estar en el cargo equis o ye número de años, de ahí el bizantinismo del asunto. Solo recuerdo que en los Estados Unidos desde 1.787 no ha habido problema en que los nueve magistrados de la Suprema Corte sean vitalicios (una magistrada, Ruth Bader tiene hoy 85 años) y desde luego comulgan con la teoría de que la experiencia, o sea, en la construcción de jurisprudencia sólida y perdurable, que es en parte una de las columnas de la justicia en ese país. No quiero decir que esa deba ser la solución en nuestro caso, pero sí deberíamos definir el tema con un criterio determinado para evitar reproducir la discusión ya eterna del metro de Bogotá de si debe ser terrestre o aéreo o subterráneo y por eso, ni lo uno ni lo otro ni lo otro. El de Londres empezó en 1844.
Hoy en día el problema de la justicia en Colombia, no es de arquitectura (ahora que si una sola corte), es material, el país tiene 11 jueces por cada 100.000 habitantes y el estándar internacional es de 65 según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Faltan jueces, empleados, recursos materiales y capacitación. Es el problema medular que incide directamente en lo que clama la ciudadanía a diario: que haya acceso ágil a la justicia y sobretodo prontitud en la definición de los casos. Un 75% del trabajo que hace la justicia en Colombia, no tiene que nada que ver con la labor de la fiscalía ni con la de los jueces penales, que generalmente es sobre lo que publican los medios.
Cada vez es mayor el volumen de la conflictividad social y cada vez son menores los recursos humanos y materiales en los juzgados, tribunales y fiscalías. Es algo parecido a lo de la salud en Cúcuta, mucha demanda, pocos recursos. Habrá mucho tema de qué hablar en los próximos meses.