Hace veinte años en un mes de agosto falleció Ligia Ramírez de Lara, una de las melómanas más cultas que haya tenido La Perla del Norte en la segunda mitad del siglo XX.
Doña Ligia, como solíamos llamarla muchos de sus alumnos, era una maestra de profunda sensibilidad hacia la música y las bellas artes, que parecía imposible no ser seducido por sus ideas, su talento y su sabiduría. Su cátedra musical, ya fuera en su propia biblioteca, o en la Casa de la Cultura o en sus programas radiales, era sin duda un viaje apasionado a través de los grandes genios de la música de cualquier época y de cualquier rincón del mundo.
Su preferencia sin duda era la música clásica europea, los grandes directores americanos, la ópera en todas sus variantes, los magníficos músicos rusos, la música popular española y el mundo musical del Brasil. También tenía una inclinación apasionada por explicar con riguroso detalle el origen y legado africano de la percusión.
Difícil olvidar el entierro triste de Mozart narrado magistralmente por doña Ligia; o las estrecheces y vicisitudes de Chopin en medio de la creación de su estudio opus 10 número 12 en Do menor, conocido como Preludio Revolucionario, en protesta al asalto ruso de Varsovia en septiembre de 1831 y dedicado a su amigo austrohúngaro el compositor y pianista Frank Liszt.
Mucho tiempo después en el cementerio parisino de Père Lachaise, frente a la tumba de Chopin, recordé con emoción la clase de doña Ligia contando el cortejo fúnebre de este genial músico polaco. Tuve la sensación de haber asistido dos veces a este acto luctuoso y memorable.
Su gran amigo, el crítico musical Otto de Greiff, y su pariente, el escultor Eduardo Ramírez Villamizar, fueron motivo de referencia permanente en las clases de historia de la música. Ambos compartían con doña Ligia sus trayectorias creativas y sus aportes intelectuales, convirtiendo este espacio en una tertulia única e inolvidable de mis tiempos de infancia y adolescencia cucuteña.
Ángela Góngora de Flórez, mi madre, fue testigo del vasto conocimiento y la sensibilidad que doña Ligia comunicaba a sus audiencias radiales en sus programas dominicales en la Cúcuta de los años sesenta y setenta. En la década de los ochenta, en plena madurez de su magisterio musical, pude disfrutar también del legado cultural, que de forma temprana Ángela había recibido en su llegada a Cúcuta, como si la figura misma de doña Ligia se hubiera convertido en un patrimonio vital y transferible a la memoria de la ciudad.
Gracias doña Ligia por los saberes que supo transmitir con profundidad, disciplina y pasión. También por su sonrisa contagiosa, su cautivadora voz cristalina y el aprecio que nos prodigó a sus alumnos.
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