Aterrizó luego la mesa en un punto crucial: la propiedad formal de la tierra. En media Colombia no sabemos de quién es la tierra, ni siquiera los baldíos del estado. Era tan delicado, que a pesar de abordarlo en el orden que traía la agenda, solo logramos un acuerdo al final de todo el capítulo y en medio de serios desencuentros.
Pero como se acordó, no puede generar sino tranquilidad en quienes son dueños legítimos de su tierra y esperanza en quienes teniendo derechos pero no propiedad completa podrán formalizarla para convertirse en actores económicos plenos con mayores posibilidades de crecer en prosperidad.
Se concertó el propósito de regularizar y proteger la propiedad privada rural, especialmente de la pequeña y mediana, para garantizar los derechos de las personas legítimamente dueñas y de los poseedores de buena fe. Se dijo que esto evitará violencia futura, con razón.
Con sujeción a la constitución y a la ley, el gobierno progresivamente formalizará gratuitamente siete millones de hectáreas de pequeñas y medianas explotaciones, fomentando la participación de la comunidad en el proceso, como se debe.
Se decidió la creación de la jurisdicción agraria y de mecanismos alternativos de solución de conflictos rurales; se declaró la inembargabilidad e inalienabilidad por siete años de las tierras adjudicadas; se abrió la puerta a la restitución; se decidió poner en marcha una instancia nacional para regular las condiciones ambientales del uso de la tierra, su vocación, fomentar la producción de alimentos y promover el respeto por la diversidad cultural en el campo.
Igualmente y como está en la legislación actual, se hizo énfasis en la participación de la gente en el ordenamiento territorial y en la necesidad de crear instancias de encuentro entre empresas y comunidades en las zonas rurales.
Otro punto de gran trascendencia futura es el catastro rural. Un estado, una sociedad, siempre deberían tener la mejor información sobre la manera como se está usando su territorio, para que este uso sea adecuado, sostenible y productivo. Solo de esta manera se puede fomentar la inversión y por supuesto proteger la porción fiscal de las utilidades y desincentivar las tierras improductivas. Nos dimos siete años para el nuevo catastro, respetando la autonomía municipal y financiando con presupuesto central a los municipios que no tienen recursos para levantarlo. Y debería empezarse por las zonas más afectadas por el conflicto, lo que aún no veo desarrollarse. El principio de progresividad en el predial quedó reiterado.
Otra decisión sustantiva, que luego el gobierno Santos formalizó en normas ejecutivas incluso antes del plazo de dos años que nos dimos en Cuba, fue la delimitación de la frontera agrícola. Pero están pendientes las delimitaciones de las zonas de especial protección medioambiental con énfasis en el agua. En este tema se mencionan las famosas zonas de reserva campesina, figuras de ley ya existentes y que fueron creadas en su momento para formalizar más ágilmente la propiedad de la tierra y para ser sujetos económicos activos y prósperos. No son falansterios, ni guetos, ni repúblicas independientes. Son formas de explotación rural como cualesquiera otras y que deben convivir con las demás.
Culminaba así el punto 1.1 de la agenda. Quien con los ojos de la historia lea los párrafos rurales en el acuerdo final, hallará una nueva visión, moderna y humana, posible y sostenible desde el punto de vista económico, necesaria desde el político, inexorable para la paz duradera y estable que buscamos desde la independencia a la que le estamos celebrando dos siglos. Y se redactó con salvaguardia de los intereses nacionales relacionados con la democracia, los derechos de los ciudadanos, la equidad y la descentralización. Tratar de encontrar en esos textos un nuevo Manifiesto, una emboscada a la propiedad privada o un retroceso en las libertades, es tarea inane. En cambio, si esta nación se une para hacer cumplir lo acordado, el cambio para bien no se hace esperar.
En la próxima columna veremos los planes de desarrollo rural.