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¿Por qué no funciona la Constitución?
En un país de tanta desigualdad, con décadas de conflicto armado, en donde todo está dado para la protesta e insurrección permanentes, nada mejor que establecer la ruta para cambios progresivos.
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Domingo, 4 de Julio de 2021

Hace treinta años Colombia vivió un período de esperanza, fundamentado en una nueva Constitución. Se organizó un contrato social, pluralista e incluyente, en contraposición a la nación tradicional, clasista y excluyente, dividida entre las élites y la mayoría de la población, sumida ésta en la marginalidad y la falta de oportunidades. La filo¬sofía de la Asamblea Constituyente era contundente: la construcción de un Estado Social de Derecho, fundado en la democracia, que implica participación y pluralismo, y en el respeto de la dignidad humana, la solidaridad de las personas, y la prevalencia del interés general. Con base en los derechos fundamentales, el modelo llevaría al ejercicio de los derechos económicos y sociales, verbigracia, educación, salud y vivienda.

En un país de tanta desigualdad, con décadas de conflicto armado, en donde todo está dado para la protesta e insurrección permanentes, nada mejor que establecer la ruta para cambios progresivos, encaminados a lograr verdadera justicia social. Ese propósito comprometía al menos toda una generación. 

Sin embargo, todo indica que el Estado colombiano ha marchado estos treinta años en contravía, porque cuenta con 52 millones de habitantes, de los cuales el 42% vive en la pobreza. ¿Por qué existe esa brecha tan amplia entre los postulados filosóficos de la Constitución y la realidad económica y social? ¿Cuáles han sido los inconvenientes para su aplicación? ¿En quiénes recae la responsabilidad primaria? Ahora que se cumplen tres décadas de su expedición, las reflexiones se imponen.

Dos ejes explican la frustración constitucional: uno, político; otro, económico.

Aunque la Carta del 91 creó el tarjetón, las circunscripciones especiales, el voto programático, los mecanismos de participación ciudadana, y amplió la competencia política al facilitar la creación de partidos, las distorsiones aparecieron rápidamente, al punto que en 2001 había 69 organizaciones políticas que la ridiculizaron. Fuera de los constantes vientos de contrarreforma, las viejas costumbres políticas se reciclaron, por manera que el clientelismo, los altos costos de las campañas y las burlas a las reglas sobre financiación, y la corrupción en espiral creciente, terminaron domando el marco constitucional. Ideológicamente, si bien es cierto que la izquierda democrática encontró mayores espacios, no lo es menos que otros nuevos partidos, como el Centro Democrático, Cambio Radical y la U, se identifican plenamente con los partidos tradicionales Liberal y Conservador. El sistema político está actualmente secuestrado por una clase política mayoritariamente corrupta e incapaz. 

El otro eje es económico. La construcción del Estado Social de Derecho depende del modelo económico. La Constitución se identifica con una economía de mercado en la cual el derecho de propiedad, la iniciativa particular y la libre competencia están garantizados, pero en donde, dependiendo de las necesidades y desequilibrios, el intervencionismo de Estado debe operar para establecer correctivos. Sin abandonar el capitalismo, la Constitución establece un modelo con sentido social, o un capitalismo con rostro humano, que hiciera partícipe del desarrollo a todos los sectores del conglomerado. 

No obstante, hemos vivido los últimos treinta años bajo el capitalismo salvaje. El culto al individualismo, la rentabilidad sin límites y la idolatría por el dinero han eliminado la función social de la propiedad y la prevalencia del interés general. El mercantilismo en la educación, la salud y la vivienda ha crecido exponencialmente; los recursos naturales se han dilapidado en concesiones onerosas y exenciones; el capital extranjero se ha apoderado de decenas de empresas nacionales emblemáticas; el tratado de libre comercio con los Estados Unidos nos está ahorcando; y la deuda externa se ha desbordado; en fin, en lugar de adoptar un intervencionismo de Estado gradual para atenuar diferencias económicas y sociales, nos hemos entregado al voraz capitalismo nacional e internacional.

No necesitamos una nueva Constitución. Basta con aplicar la actual, y retomar el sueño pluralista e incluyente de 1991. 

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