Llevo más de treinta años publicando mis opiniones en distintos medios de comunicación nacionales y regionales. Me he acostumbrado a recibir fuertes críticas y ocasionales insultos. Incluso en algún momento la guerrilla intentó silenciarme. Fueron los tiempos del asesinato a Jesús Bejarano y el atentado a Eduardo Pizarro. El gobierno de entonces no podía protegerme y, como no estaba dispuesto a callar, debí exiliarme. Nunca, sin embargo, ni aún con ocasión de las posiciones más controversiales sobre el proceso y el pacto con las Farc, había recibido tanta varilla como con ocasión de la consulta de hace ocho días. Mi madre, que es una santa y no tiene culpa en haber parido este hijo díscolo, ha sido mentada de las más variadas formas. De una vez aviso que pierden su tiempo: si entonces no dejé de decir lo que pensaba, menos lo haré ahora.
Sabido es que las redes sociales, quizás por el anonimato, se han convertido en un espacio de descarga de odios, pasiones y agresiones. Pero no deja de sorprenderme la virulencia de los ataques de los defensores de la consulta. Puede ser, al menos en parte, resultado de la posición maniquea de los promotores que, de la misma manera que lo hiciera Santos con la paz, decidieron dividir el país entre amigos de la consulta y amigos de la corrupción. Más allá de que la dicotomía es falsa porque, salvo los bandidos, todos somos enemigos de semejante lacra, ¿habrán pensado en que si fuera cierta entonces los 24.747.860 millones de colombianos que se abstuvieron de votar el domingo serían corruptos o amigos de la corrupción y que, en consecuencia, la consulta habría salido ampliamente derrotada? Semejante estupidez se cae por su propio peso. Quienes nos abstuvimos no somos corruptos ni enemigos de luchar contra la corrupción. Solo no creímos que la consulta fuera útil para el propósito.
Y pensamos que los 110 millones de dólares que costó se hubieran podido gastar mucho mejor. A quienes dicen que el gasto hubiera sido menor si se hubiera hecho en las presidenciales, aprovecho para recordarles que las consultas no pueden “realizarse en concurrencia con otra elección”, según ordena el art. 104 de la Constitución.
Tampoco hay un “mandato”. Este solo se hubiera producido si la consulta hubiera pasado el umbral. Pero es indudable que sí hay un hecho político, que la consulta refleja el hastío de la sociedad colombiana con los corruptos. Aunque, con franqueza, ¿era necesario gastarse esa fortuna para comprobarlo?
Para lo que sin duda la consulta era innecesaria era para presentar los proyectos de ley que los promotores, después de que no pasara el umbral, dijeron que llevarían al Congreso. Si no se necesitaba que fuera aprobada, ¿para qué malgastar ese dinero? Alguien dirá que promover una candidatura bien valía los 350 mil millones y que, por tanto, la discusión ética sobre el destino de esos recursos es inútil.
En realidad, inútil era la consulta misma en su contenido, por mucho que me llamen mentiroso y algún famoso periodista se enterara apenas ahora que algunas de las propuestas, como la reducción de salarios o la limitación de períodos de los congresistas, no podían aprobarse en una consulta porque exigían reformas constitucionales. Lo demás, salvo alguna cosita, estaba ya en la ley.
Finalmente, ¿por qué muchos de los que apoyaron la consulta, entre ellos toda la izquierda, estuvieron contra al referendo del 2003 que, ese sí, podía cambiar la Constitución y contenía propuestas que iban al corazón de la corrupción, y en cambio ahora eran hinchas fervorosos de esta consulta inocua y carísima? ¿Quizás porque entonces lo promovía Uribe? Una cierta dosis de hipocresía y de doble estándar no se le niega a nadie.
Preguntas incómodas, claro, y políticamente incorrectas. Ni los promotores ni nadie quiere responderlas.
Como sea, el hecho está ahí y es la oportunidad para que conseguir el primer pacto nacional propuesto por el presidente Duque. Unidos en un paquete de cambios estructurales, entre ellas a la reforma a la justicia y una profunda reforma política, y, tan importante como las anteriores, la reconstrucción del tejido ético de la sociedad colombiana. Sin ella, todos los cambios normativos serán inútiles.