Húbose una vez un profesor de música que enseñaba en un colegio de secundaria; también era serenatero, práctica ejercida –como debe ser– a horas terciarias y con variables dosis de alcohol que el señor acusaba en sus clases, las cuales eran un auténtico relajo, dado su carácter apocado y por su aliento traído del infierno. Sus alumnos, (cuando asistían a clase) se dedicaban a torpedear sus lecciones que se suscribían a enseñar las notas musicales y todas las arandelas del contenido de la materia, una de esas asignaturas que los pupilos calificaban de “paseo”.
Ante la imposibilidad de llevar el piano de la casa o el contrabajo del tío o prestar la tuba a la banda municipal, los colegiales tuvieron que comprar una flauta dulce y sintética por la que despedían los peores sonidos posibles por franco desconocimiento y por franquísimo deseo de incordiar.
El profesor –también ladino– aguantaba estoicamente las chanzas y desplantes de sus alumnos, semana tras semana, trimestre tras trimestre, apuntando y evaluando al personal que en buen número seguía de “paseo” y claro, al final del curso a él le llegaba el turno de apretar las clavijas. Gómez, tal nota. García, esta. Ayala, peor aún, y se sumaban otros desafinados con la materia perdida, rajados, como se solía decir. ¿Derecho al pataleo? Sí. ¿Profe, le toco Los pollitos dicen? No. ¿Ni con los ojos cerrados? Nanay. ¿Pierdo la materia? Depende. ¿...? Hagamos esto: bsbsbsbsbs. ¿A dónde? Bsbsbsbsbs…
En la noche, en un barrio alto, bajo una luminaria moribunda se alcanza a ver media docena de muchachos junto a una puerta de madera pintada de marrón. Se abre, aparece el profesor y pide a los alumnos que pasen rápido; entran directo a la sala, que –aparte de un par de poltronas desiguales, una mesilla con tres elefantes que dirigen sus posaderas hacia la entrada como dicta el agüero– tiene un escritorio con una lámpara potente como única fuente de luz de la estancia.
Todos, con el rostro que no mostraron durante el curso, se acomodan por ahí; cuatro en las poltronas, otro mira un paisaje íngrimo que cuelga de una de las paredes y el sobrante se acerca al escritorio donde espera el profesor de música. Nombre. Fulano de Tal. ¿Qué trajo? Cuerdas, profe, de las buenas. Bien. El profe abre un cajón, mete el paquete y saca una faca de diez pulgadas y la amola con devoción sobre una piedra de esmeril. El alumno piensa salir corriendo, pero su necesidad lo detiene.
El maestro abre una carpeta, saca el boletín de notas, busca el apellido del alumno y con la punta de la hoja afeita la tinta azul de la cifra perdedora y repara tanto agravio, tanto aguante, con un guarismo suficiente para que el insolente apruebe. Los demás siguen el ritual y entregan púas de carey, más cuerdas de guitarra y otro se ha inspirado con una botella de aguardiente. Salen, la puerta se cierra, los muchachos se abrazan y sabiendo que superarán el año sin mácula, deciden irse a tomar unos tragos.
Si a esta microhistoria le quisiéramos dar un Continuará, tal vez ella daría un salto en el tiempo y veríamos a estos muchachos, a ver: uno podría ser contratista de un municipio y ofrecer buenas tajadas al alcalde; otro vendería turnos en la fila del servicio de salud y el más aventajado –previa transferencia a su cuenta en el exterior– adjudicaría la expoliación de algún recurso natural. El profe, con la jubilación a lo lejos, comprobaría que en su cajón sigue el cuchillo y que tiene cuerda para rato.
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