Lo confieso: Este año me hicieron falta las procesiones de Semana Santa. Me crie en medio de santos y de ángeles. Mi papá se llamaba Ángel Gómez y mis tíos más allegados fueron Santos Ardila y Ángel Ardila.
Mi mamá fue rezandera de tiempo completo: Madre católica, Adoradora del Santísimo (todos los días iba a la iglesia a hacer la Media Hora frente al Sagrario y yo la acompañaba), hacía los Primeros viernes de cada mes y no se perdía ceremonia religiosa. En la alcoba tenía un altar, que se llamaba La Tabla de los Santos, un tablón, colgado de la pared, lleno de imágenes de santos, estampitas, vitelas, cuadros y novenas al por montón.
Como yo aprendí a leer en la casa, antes de entrar a la escuela, mis prácticas de lectura las hice con novenas y vidas de santos. Después fui acólito y mi afición a los santos aumentó. Y como si me faltaran santos, en Las Mercedes había una señora, llamada Santos, doña Santos de Peñaranda, que todos los domingos me invitaba a su casa a tomar masato gratis. Por añadidura tenía una hija muy bonita. Y entre la hija y el masato de doña Santos se me iba el descanso dominical.
Me aficioné, pues, a los santos y sus imágenes desde pequeño. Y hoy, con un montón de años a cuestas (Jesús llevó la cruz a cuestas y yo llevo mis años), no he perdido ni la fe, ni la devoción, ni la afición a las procesiones, sobre todo las de Semana Santa, que es cuando salen a las calles variedad de imágenes y de “pasos”, cargados por nazarenos, de túnica morada y capirote. Todo un espectáculo.
En la catedral de Cúcuta, el espectáculo comenzaba el viernes de Dolores, cuando salía en procesión La Macarena, una virgen adornada al estilo español. La procesión recorría las calles aledañas a la Catedral, pero la Virgen iba precedida de un grupo de toreros y de bailarinas de porte hispano. Laurita Villalobos de Álvarez era la encargada de organizar aquella danza de faldas vaporosas y ancha sonrisa alrededor de la Virgen, al son de pasodobles que interpretaba la banda departamental. Los toreros, con ajustados trajes de luces y banderilla en mano también le rendían pleitesía a su patrona la Virgen de la Macarena.
Eso fue ayer. Un día cambiaron al párroco de la catedral y Laurita tuvo que irse con su música a otra parte. A ninguna parte, porque la banda departamental se acabó, como se acaban todas las cosas buenas en el departamento y la ciudad; la plaza de toros murió y los banderilleros se largaron. Quedaron las bailarinas por el tesón y esfuerzo de Rosalba Salcedo y de su hija Méiber, pero el apoyo gubernamental cada día va en retroceso. En la sacristía, la Macarena añora sus mejores tiempos. Sólo queda su recuerdo para las crónicas de historia.
Me gustaban mucho las procesiones que hacían a lo vivo. El domingo de Ramos, entraba Jesús en burro a Jerusalén, por las calles empedradas de Las Mercedes. El Jueves Santo el cura, dándoselas de Señor, les lavaba los pies a doce viejitos de la comarca. Eso era una fiesta en el templo. El Viernes Santo, Jesús rumbo al Gólgota con el leño sobre los hombros y dos soldados romanos dándole latigazos de verdad.
El Domingo de Resurrección hacían las carreritas. María Magdalena sobre los hombros de los nazarenos corría donde Juan a avisarle que había visto al Resucitado. Juan corría donde la Dolorosa a darle la buena nueva. Los nazarenos tenían que correr pero con un trotecito muy fino y cuidadoso para evitar que el santo se les patarribiara.
Pero la procesión que más me impactaba era en Pamplona la del Santo Sepulcro, con el Señor fallecido, dentro de una urna de cristal y detrás la catorcera de imágenes: María madre, María la de Magdala, la Verónica con el lienzo donde quedó impregnado el rostro ensangrentado de Jesús, Juan el amado, Pedro con su manojo de llaves, Tomás el incrédulo, los otros apóstoles, los ladrones Dimas y Gestas y la Cruz solitaria. El único que no aparecía era el hijuetantas del Judas, traidor de siete suelas, que a esa hora aún colgaba del árbol donde se ahorcó.
Todos asistían de negro, rezando los treinta y tres credos, cuya cuenta se llevaba con los dedos o en una camándula o con nudos en una pita. Esa pita con los treinta y tres nudos, algunos la amarran a la cintura para la buena suerte hasta la siguiente Semana Santa.
Pero esta vez, nada de eso. Encerrados, rezando el Salmo 91. Ni santos, ni nazarenos, ni Cristos a lo vivo, ni bandas de músicos, ni carreritas. Sólo con la esperanza puesta en Jesús Resucitado, de que esta vez también nos sacará del atolladero. Amén.
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