No conozco antecedente alguno. Son ocurrentes los insultos, las trompadas, algún intento de golpe de estado, como el de Tejero en el Congreso de los Diputados en España, incluso asesinatos, como el de Julio César a manos de Bruto y otros senadores romanos. Pero nunca se había sabido de un congresista que se bajara los pantalones en un recinto parlamentario.
Quizás por eso fuera inevitable que la atención se centrara en el trasero de Antanas Mockus. Pero no por único es menos desafortunado.
Lo de Mockus es patético. No hubo en su gesto un ”acto simbólico”. Fue pura vulgaridad, patanería, ordinariez. Es verdad que Antanas ha sido un hombre inclinado al exhibicionismo, a payasear, deseoso siempre de llamar la atención. Pero en esta ocasión la falta de pudor, de vergüenza propia, no tiene parangón. Una falta de respeto a sus colegas y al recinto y, sobre todo, a sí mismo. No hubo tampoco acá pedagogía alguna. Excepto el trasero mismo, no enseñó nada distinto que su incapacidad de comunicarse racionalmente y su grosería. Es este el “profesor” que usaron de bandera los verdes. Por el bien de Colombia, confío en que nuestros jóvenes no aprenden de tan mal ejemplo. Y ya en esto, digamos con franqueza que hay poco, muy poco que aprenderle a Mockus en su trayectoria pública: no hay nada ejemplificante en su colaboración juvenil con las Farc, en su enmermelada con Santos, en su disposición a pasarse por la faja la ley postulándose y haciéndose elegir sabiendo, como sabía, que lo cobijaba una inhabilidad tan grande como una catedral.
Tenemos que construir una sociedad en la que la ley sea para todos y en la que los ciudadanos entiendan que respetarla es la clave de la convivencia y del desarrollo. Por eso si la pelada de Mockus es patética, es aún más grave que la izquierda, apenas minutos después, decidiera postularlo como presidente del Congreso.
Decía Yolanda Ruiz, en un aparente intento por minimizar la conducta del exalcalde, que ”es un irrespeto mayor saber que tantos corruptos han llegado a una curul en ese recinto”.
Primero, que haya habido corruptos en el Congreso no explica, exculpa o justifica la grosería de Mockus. Después, a muchos de esos bandidos la justicia los sancionó. Finalmente, peor, mucho peor, es la presencia en el Congreso de asesinos, violadores, secuestradores, terroristas. Malísimo fue que pasaran por ahí tantos políticos vinculados con “paramilitares”.
Y penoso que alguna vez se invitara a Mancuso y compañía. Pero al menos ellos terminaron en la cárcel y ninguno de los jefes paras ocupó curul de congresista. En cambio, ahora diez criminales de guerra y de lesa humanidad ya no solo visitan el Congreso sino que ocupan, orondos, sillas de parlamentarios.
Y eso es tal vez lo peor del affaire Mockus: distrajo la atención, escondió la presencia de los criminales en el que debía ser altar de la democracia. Los santistas y la izquierda celebran “el salto de las montañas al Congreso, de la guerra a la política”. Yo, como cualquier ciudadano que quiere la paz, celebro que hayan dejado de matar. Pero en una sociedad decente, en una sociedad civilizada, no puede haber fiesta en que los asesinos, además impunes, sean senadores y representantes sin haber pagado por sus crímenes, sin haber reparado a sus víctimas, sin haber contado la verdad, sin haber colaborado con las autoridades para desmontar las organizaciones criminales que los apoyaban, sin haber entregado todas sus fortunas mal habidas. Ahí no puede haber celebración alguna sino, muy por el contrario, tristeza profunda.
Y si, para rematar, los asesinos son congresistas sin haber sido elegidos, sin tener los votos, sin contar con al menos algo de apoyo popular, no solo debe haber desconsuelo sino frustración y rabia. Que Santos haya claudicado, se haya rendido, haya regalado esas curules, es un batracio gigantesco que, tras robarnos el plebiscito y violar los principios básicos de la democracia, nos han obligado a tragar. ¡Pero, por favor, no nos pidan que hagamos fiesta!