La mía es una vida arrastrada. Literalmente. Como lo dice el tango: “Voy rodando por la vida, cayendo aquí y allá, recibiendo sólo golpes por la senda dolorida”. Y yo añado: Recibiendo no sólo golpes sino patadas, que es peor.
Todo el mundo me patea, todos hacen conmigo lo que les viene en gana. Desde los niños hasta los viejos. Y se inventan escuelas para aprender a darme pata: por un lado, por el otro, con el empeine, con el talón, con fuerza, como con rabia.
Los papás se van los domingos con sus hijos a las canchas, a enseñarles cómo es que me deben patear. O sea que desde niños los incitan a la violencia, como si yo fuera su enemigo.
En Navidad, los muchachos piden de regalo, junto con el celular y la tablet, un balón, no para quererme ni para consentirme, sino para golpearme.
El primer sueldo de los que empiezan a trabajar se lo tiran en la rumba de la celebración y en comprar un balón para entretenerse a mis costillas, es decir, a mis cueros.
Y en el mundo entero, la gente paga por entrar a un estadio a ver cómo me humillan, cómo me dan de puntapiés, cómo me azotan a patadas.
Peor aún. A quienes me persiguen corriendo detrás de mí por el campo de fútbol, les pagan millonarias sumas de dinero, mientras que a los obreros, a los trabajadores, a los que forjan riqueza les pagan salarios de hambre.
En los tiempos antiguos, los verdugos se cubrían la cara para que no les vieran la vergüenza que les producía el decapitar a la víctima. En cambio conmigo, que soy su víctima, no sólo no se tapan la cara porque no les da vergüenza, sino que se exhiben en pantalonetas y casi que se empelotan para mostrar piernas peludas y tatuajes vulgares.
Hablan de paz, se prefabrican diálogos, se firman acuerdos, y a mí me siguen golpeando. Hablan de víctimas, y nadie se fija en mí, que soy víctima de todo el mundo, hasta de las mujeres, que antes no se metían conmigo, pero que ahora me han tomado también como su puerta de escape.
Porque esa es otra de mis maldiciones: el que está amargado, aburrido, desilusionado, me toma, me lleva a un descampado y me agarra a pata. Se desquita conmigo. O se reúnen en pandillas a maltratarme, a darme golpes, a humillarme.
Los pandilleros se dividen en dos bandos, que se diferencian por el color de sus camisetas, pero todos tienen el mismo objetivo: destrozar mi existencia. Y de eso viven. Como los sicarios.
Y los premian. Les dan trofeos, copas y medallas. La gente enloquece en las tribunas cuando mis victimarios salen a la cancha. Y con cada gol que meten, es decir, cada vez que uno de los bandos me introduce en la red enemiga con un zapatazo (o guayazo) que el arquero no alcanza a detener, el mundo tiembla, las gargantas enronquecen y el universo se vuelve pequeñito ante tanta parafernalia que forman los hinchas y los locutores y los que toman cerveza frente a las pantallas, viendo eso que llaman partido. Pero el partido soy yo.
Si algún jugador se tuerce una pata o recibe un canillazo o le rompen las ñatas, corren el enfermero, los camilleros y el médico a auxiliarlo. Pero a mí, que recibo golpes durante noventa minutos, nadie viene a darme masajes, nadie se apiada de mí, nadie me da ánimos.
A veces me pego unas desinfladas de tanto golpe que recibo. Entonces el árbitro me agarra, me da una patada y me manda a las tribunas o a los camerinos donde termina mi arrastrada vida en algún rincón o en una caneca de basura.
Triste vida la mía, como la de aquellos seres que mueren acorralados por las injusticias de la vida. He dicho.