No somos unas recién llegadas. Ni nos aprovechamos de las competencias deportivas, para salir a lucirnos. No. En la época del imperio romano ya existíamos, en forma de medallones que los gobernantes lucían para mostrar su poderío, lo cual quiere decir lo importante que somos.
En las olimpíadas griegas, las de antes, también premiaban a los ganadores con medallones, dedicados a los dioses que protegían a los deportistas.
Como se ve, las medallas estamos hechas para los que ganan, para los primeros, para los que se distinguen. Jamás nos rebajamos a estar en el pecho de los perdedores. Para estos existen los premios de consolación, el aplauso hipócrita o los silbidos de burla, pero no las medallas.
Somos de caché e infundimos caché. Es éste el motivo por el cual estamos hechas de metales preciosos. Al hombre lo hicieron de barro, por eso vive de embarrada en embarrada. A la mujer la hicieron de costilla, por eso es puro hueso. En cambio las medallas somos de oro, plata y bronce. Ahí podrán ver la diferencia.
La iglesia también reparte medallitas. Pero ese es otro cuento. Son medallitas de plomo, de aluminio o de cobre. Son parientes lejanas de nosotras, a quienes ni siquiera miramos. Sirven para encomendarse a la Virgen o para ganar indulgencias, pero no para mostrar poderío, como lo hacemos nosotras.
Sin embargo, la historia cuenta chascos que les han sucedido a ciertos gobernantes por no saber utilizarnos. Porque sabido es que las medallas tenemos nuestro secreto. Estamos predestinadas para el triunfo y no para la derrota.
Fue lo que sucedió con Vernon, el almirante inglés, que estaba seguro de tomarse a Cartagena, pero le salió el tiro por la culata. Don Blas de Lezo, cojo, manco y tuerto, le ganó la batalla, y los ingleses tuvieron que recular y recoger las medallas de triunfo que habían hecho acuñar. En las tales medallas aparecía don Blas arrodillado ante Vernon. Primer caso en la historia, de un cojo, pata de palo, arrodillado.
Con lo cual volvemos a lo del comienzo: Las medallas estamos hechas para los ganadores, no para los perdedores, los cobardes, los gallinas, los aculillados.
A los gobernantes les gusta ganar votos y adeptos, repartiendo mermelada o medallas. Cuando la mermelada se acaba, presidentes, gobernadores y alcaldes quedan bien con sus electores, a costillas de los próceres de la historia. Y entonces salimos de nuevo las medallas a lucirnos en los pechos de los condecorados. Santander, Bolívar, Juana Rangel, Mercedes Ábrego, Florentina Salas y otros personajes de nuestra historia pueblerina dejan esculpir sus rostros y sus bustos en las medallas, y así nosotras servimos para que los políticos se luzcan a expensas nuestras.
Pero así es la historia. Dicen que un tinto y la Cruz de Boyacá no se le niegan a nadie. El chiste es malo, pero es cierto. Y es entonces cuando las medallas nos sentimos pordebajeadas, porque Dios nos creó para premiar a los mejores entre los mejores, no para ganar adeptos.
El momento más excitante de nuestra carrera deportiva es cuando el ganador nos lleva a sus dientes y nos pega un mordisquito cariñoso y sensual, como mordisquito de amante. Se nos ponen de punta los pelos del metal precioso y ahí sí, que suene el himno nacional.