Estoy indignada. Desde las épocas del Diluvio yo he trajinado para allá y para acá en busca de una rama de olivo para ofrecérsela a los humanos.
Cuando aún no habían cesado los aguaceros tan machos de aquella temporada; cuando las aguas encabritadas por poco hacen zozobrar el arca cargada de cuanto animal se topó el viejito Noé; cuando el chulo se perdió entre la oscuridad de la tormenta y no fue capaz de regresar; cuando una parienta mía, otra paloma, sucumbió por la fuerza de los vientos, yo, la paloma blanca, de piquito colorado, me enfrenté a la borrasca y regresé a la nave, llevando paz y esperanza a quienes allí esperaban mi retorno.
Mi ramo de olivo fue la señal de que ya podían descender pues afuera todo estaba bien. Me recibieron alborozados con palmas y cánticos, y si no echaron pólvora fue porque las mechas se habían mojado.
Desde entonces yo he sido el trompo de poner cada vez que hay algún conflicto. En cada pelea, cada guerra, cada bombardeo, ahí estoy yo para decirles a los hombres con mi rama de olivo que dejen de matarse entre sí.
Pero la gente abusa. Todo el mundo me manosea, me pintan en paredes, en edificios, en periódicos y en revistas. Me llevan en los ojales y en las solapas y en las gorras. Me llevan y me utilizan, pero no hacen la paz. Y así no es la cosa.
Estoy indignada, digo, por los últimos hechos que han venido sucediendo. Me acabo de enterar que al presidente Santos le dieron el premio Nobel de la Paz. Merecido o no, no lo discuto. Pero me opongo a que sólo le reconozcan los méritos al presidente, ¿y a mí, qué? ¿No jugué yo, humilde paloma, un papel importante en los tales acuerdos de paz? ¿No le daba yo realce a la figura del presidente cuando él me llevaba en su solapa? ¿No obligó Santos a sus funcionarios a lucirme en ojales y en camisas y en cachuchas?
¿Entonces por qué los méritos y los aplausos son sólo para el presidente, y a mí ni una mención se me hace?
No hay derecho. Y menos cuando yo represento dignidades tan brillantes como el Espíritu Santo. Sin mí, no existiera la Santísima Trinidad. Eso lo sabe muy bien el papa Francisco, que debería también sentar su enérgica protesta porque todo se lo dieron a Juan Manuel y nada para mí.
Yo no sé qué habrá dicho el comandante Timochenko, pero en este negocio de la paz ambos, Santos y Timoleón, iban unidos, en las malas y en las buenas. Eran socios. Y en toda sociedad se gana o se pierde por igual.
El tal premio han debido repartirlo entre los tres que más duro le jalamos a ese embrollo que, bajo mi iluminación, se trabajó en La Habana y se firmó en Cartagena, con parafernalia y todo.
A mí han debido darme siquiera unas monedas para mandarme a pegar un buen baño que me quite ese olor hostigante, de tanta mermelada como pasó tan cerca de mí, y esa suciedad que me quedó, de tanto manoseo que me dieron. Hoy mi plumaje no es blanco sino tirando al negro.