A Álvaro Claro
De pronto me volví famosa. Más famosa de lo que era. Porque desde que a un tal Chevalier, por allá en París, hace ya bastanticos años, le dio por inventarme, yo he estado siempre en los primeros lugares de la fama mundial. Pero nunca como ahora.
Desde un comienzo, cuando la gente comenzó a descubrir mis virtudes, la “máquina de retratar” como me decían, yo fui admirada por nobles y plebeyos, por ricos y pobres, por patronos y esclavos, por negros y blancos.
¿Cómo así que yo era capaz de grabar imágenes de personas, animales y cosas, y luego pasarlas a un papel o a un pedazo de aluminio o a cualquier otra cosa? Yo parecía un milagro, o hechura del mismísimo Satanás.
Hasta que la gente se acostumbró, y me volví indispensable. Aparecí en diversos formatos. Grandes y pequeños. Con trípode o de cargar en bolso. Con ponchera de agua para revelar la fotografía o con rollo para mandar a un cuarto oscuro. Me llevaron a los parques, a tomarles fotos a los niños y a las muchachas quinceañeras. Me hice amiga de los fotógrafos y de las palomas.
Los ancianos me buscaban para su foto, porque no querían largarse pal otro mundo sin dejarles un recuerdo a sus descendientes. Los niños que hacían la primera comunión eran mis favoritos. Por su alegría. O los que se casaban. También para retratar muertos me buscaban, pero no me gustaba. No era amiga de los que sufrían, ni de los que lloraban. El luto no iba conmigo.
Los retratistas formaron una cofradía porque sin mí no podían vivir. Los domingos era su día preferido, y las ferias de pueblo eran su temporada. En aquellas épocas, cuando yo era de tres patas, les ofrecía todo un espectáculo: Me envolvían en un trapo negro, el retratista acomodaba al que iba a pasar a la historia frente a mi lente y luego metía la cabeza dentro de mí, por debajo del trapo negro. No me hacía nada malo. Sólo me hacía cosquillas. Después sacaba el papel de aquella oscuridad y lo metía en un platón con agua, y allí, poco a poco, lenta e imperceptiblemente, sucedía lo misterioso: la imagen iba apareciendo en el papel.
Eran otros tiempos. Después me popularicé y mucha gente compró su camarita. Los fotógrafos fueron quedando arrinconados. El tren del progreso los fue dejando al lado de la vía.
Pero fue con los celulares, que la vida cambió definitivamente para mí y para mis cofrades. Yo dejé de ser una cámara independiente, dejé de tener vida propia, dejé de darles de comer a los fotógrafos de parque y palomitas. Los negocios de fotografías cerraron sus puertas y sólo quedó uno que otro fotógrafo afiebrado, con un mundo de pasión fotográfica por dentro, que no me abandona, que me lleva a todas partes como si fuera su amante, que me consiente y a quien yo le correspondo, dándole lo que me pida, es decir, buenas fotos.
Los celulares me incorporaron a su equipo, y ahora cualquier perico de los palotes con celular, se las tira de fotógrafo.
Pero hay algo más en mi moderna historia. Ahora me cuelgan de postes, me meten a los ascensores, me esconden en los edificios, me acondicionan en calles y carreteras, y todo para que yo les brinde seguridad, para que les grabe todo lo que sucede en la ciudad y en los pueblos, y así coger a los atracadores, a los violadores, a los que les cogen las nalgas a las muchachas sin su permiso, a los que roban bolsos, plata y celulares. A todos, yo les sigo la pista hasta donde me alcance el ojo visor. Me volví más importante que policías y vigilantes. En silencio, yo soy la defensora de la comunidad.
Por eso me he podido dar cuenta, en estos días de cuarentena, de la cantidad de gente sinvergüenza, irresponsable, malaclasudos, hijuetantas, que salen a la calle, estando prohibido. Aquí en mi interior quedan las imágenes de esos vagabundos por cuya culpa el bicho ese asesino que nos mandaron desde China, está haciendo de las suyas. Y cuando salgamos de ésta, porque vamos a salir, entre todos vamos a señalar con el dedo acusador quiénes fueron, entre nosotros, los que se acabaron de tirar en la cosa. Para eso también sirvo yo, la cámara de retratar. De acusadora. Aunque me digan sapa y lambona.
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