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Mi vieja máquina de escribir
Durante muchos, muchísimos años, me acompañó mi maquinita portátil de escribir.
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Martes, 27 de Junio de 2023

Supe por boca -tal vez es mejor decir la pluma- de Hugo Espinosa Dávila (que sabe más que el almanaque Brístol de nuestros abuelos), que la semana pasada cumplió años de inventada, la máquina de escribir. Según Huguito (y cuando Huguito lo dice, póngale la firma), el invento sucedió en 1868, es decir, hace 155 años, y el inventor fue  un tal Cristopher Latham en los Estados Unidos.

El hecho fue un suceso revolucionario y significó un adelanto enorme en la escritura, puesto que antes tocaba escribir con plumas de ave o lápices de mina de piedra o de carbón. Después del lápiz apareció la plumafuente, para escribir con tinta, y después el lapicero, entre los que sobresale el kilométrico, tan fácil de robar y de que se lo roben a uno.

A los pueblos pequeños como el mío, metidos en plena selva, el progreso ha ido llegando muy lentamente, a paso de tortuga. Por eso tan útil aparato llegó relativamente hace muy poco. El primero en tener una máquina de escribir fue el cura, que chuzografiaba las copias de  partidas de matrimonio y de bautizo. Después se le sumó el corregidor, para escribir los bandos y las constancias de multas. Y pare de contar.

Los que tuvimos el privilegio de ser acólitos (cuando la misa era en latín y debíamos aprender las respuestas y las oraciones en latín), podíamos ver de cerca y admirar ese adelanto tecnológico, que escribía lo que quisiéramos que escribiera con sólo mover los dedos sobre las teclas correspondientes. Era la inteligencia artificial del momento, que sólo requería una hoja de papel en blanco y conocer las letras para formar palabras. El armatoste tenía un carro grande que se movía de derecha a izquierda  y tenía una campanita para avisar que era hora de girar la palanca al finalizar cada renglón. Toda una ciencia, al servicio de las oficinas y de las secretarias.

Olvidaba decir que la máquina, generalmente Olivetty o Remington, debía llevar una cinta casi siempre de dos colores, rojo y negro, como la bandera de Norte de Santander, impregnada de tinta que le daba color a las letras escritas.

Ya en la Normal donde estudié, tuve acceso directo a una máquina de escribir y en la hora del recreo yo me quedaba haciendo acrósticos para las novias de los amigos. La muchacha a la que le llegaba un acróstico, con las letras del nombre en rojo y los versos en negro, era incapaz de negarse a las pretensiones de su enamorado, cuyo nombre en mayúscula iba al pie del poema. Lo demás corría por cuenta de la labia del compañero, mientras yo me ganaba lo de las onces. A veces me pedían poemas más avanzados, pero entonces la tarifa era más alta porque la inspiración requería de mayor esfuerzo. Hoy confieso, con un poco de rubor, que mi inspiración era la de Julio Flórez, que muchas veces me prestó sus versos. En la  biblioteca del colegio estaba su libro Gotas de ajenjo, que casi nadie leía y que a mí me servía para ayudar a mis compañeros.

Desde entonces me hice amigo de las máquinas de escribir, y con mi primer sueldo de maestro pude comprar una, que traje de contrabando desde Venezuela. Para entonces ya no robaba versos ajenos y los acrósticos que yo hacía ya no eran por encargo.

Durante muchos, muchísimos años, me acompañó mi maquinita portátil de escribir, hasta que por culpa del computador tuve que arrinconarla. Desde allí me mira con tristeza, quizás quejándose de la ingratitud humana.

 gusgomar@hotmail.com

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