Han pasado muchos años, pero aún puedo reconstruir en mi memoria el patio y los corredores de la vieja casona. Los listones de madera sosteniendo la fragilidad de los techos y las improvisadas divisiones de cartón, delimitando ordenadamente los salones de clase. El ambiente íntimo del lugar daba la sensación de una casita encantada, de la que no nos explicábamos como era que no se la había llevado, volando por el aire, alguno de aquellos vientos presurosos del mes de agosto.
Allí aprendimos a leer de corrido los muchachos de aquellos tiempos. Los que veníamos de balbucear las primeras letras en la escuela del Perpetuo Socorro. Allí conocimos a la señorita Victoria Jara, una mujer con porte de protagonista de película romántica de los años cuarenta, con una distinción y unos rasgos perfectos, que podría jurar que, desde niño, nunca he conocido una mujer mas linda, ni más impresionantemente respetable.
Recuerdo que en alguna ocasión padecimos de una extraña epidemia de gripa. Regresábamos a casa, con el maletín de los cuadernos al hombro, estornudando y con la nariz congestionada. Algún muchacho acucioso descubrió la causa: era la tierra del patio, que se levantaba con el viento y penetraba, en intrusa polvoreada, los salones de clase. Fue entonces cuando Victoria, hizo sus cuentas, en la suavidad de sus dedos de princesa, y comprobó que necesitaba dictar clases durante 15 años continuos, para poder comprar las pacas de cemento que se requerían para cubrir el patio.
Ustedes saben, dijo a los padres de familia, que aquí no enseñamos por plata, aunque falta nos hace. Ingeniosa como siempre, pronto halló la solución. Todas las mañanas y antes de entrar a clase, los muchachos nos turnábamos regadera en mano, echándole agua al patio para aquietar el acostumbrado tierrero. Al final la fórmula fue tan efectiva que con el paso del tiempo, el piso se puso tan reseco como una pizarra escolar. Nunca jamás regresó la gripa.
Jamás podré olvidar que fue ella quien nos descubrió la magia de las letras, los prodigios de la geografía, las facetas extraordinarias de las plantas y el milagroso mundo de los animales. Una mañana, al darse cuenta que no habíamos hecho la tarea, nos descubrió escondiendo un cuento del ratón Miguelito. A partir de ese momento, con gran habilidad, adapto la clase de lectura, al agradable repaso de las tiras cómicas. Desde ese día aprendimos lectura, puntuación y gramática, con una velocidad digna de los tiempos modernos. Jamás recuerdo a un grupo de niños que hubiera aprendido tanto y tan rápido. Definitivamente, Victoria era un genio.