En estos días de continuos apagones en toda Venezuela, y sin meterle política a la cosa, me he puesto a pensar en ese invento tan maravilloso llamado luz, cuando dijo Yaveh: “Hágase la luz, y la luz se hizo. Y separó la luz de las tinieblas, y a la luz la llamó día y a las tinieblas, noche”. Las cosas que se inventaba. Con razón es Dios. Desde entonces el mundo se dividió en diurnos y nocturnos, en dormilones y trasnochadores, en rezanderos y serenateros.
Con el tiempo, no fue suficiente la luz del sol. Entonces algunos quisieron copiarle el invento a Yaveh. Apareció un tal Thomas Alva Edison, un gringo vago que sólo sabía hacer inventos con los que se llenó de plata (el fonógrafo, la cámara de cine y la bombilla incandescente, entre otros muchos). Así comenzó la luz eléctrica.
La palabreja luz se puso tan de moda, que las mujeres no tenían hijos sino que daban a luz. Y los niños no nacían sino que veían la luz. Y los poetas les cantaban a la luz de la luna y a la luz de las estrellas.
Científicos y empresarios aprovecharon cuanto elemento había en la naturaleza para hacer luz: agua, para las hidroeléctricas; leña para los fogones; petróleo para las lámparas. Y la luz eléctrica comenzó a iluminar calles, casas y parques. Por todas partes había calabacitos alumbradores como dice una canción. Y el mundo se llenó de cables.
Por todas partes, menos en Las Mercedes, donde las gentes se alumbraban con lamparitas de kerosene, cuya mecha se prendía y daba luz todas las noches. Hasta que un cura, Emiliano Santiago, párroco del pueblo, juntó a los ricachones del pueblo y los hizo meterse la mano al dril, hicieron una vaca, que parecía un toro, compraron motor, dinamo, cables y bombillos, y en medio de fiestas y de acción de gracias, llegó la luz artificial a Las Mercedes.
En Cúcuta la luz eléctrica comenzó cuando Augusto Duplat Agustini, en 1896, montó una planta hidroeléctrica en Los Colorados, movida por las aguas del Pamplonita. Dicen que Cúcuta fue la primera ciudad de Colombia que tuvo alumbrado público. En los parques y en las esquinas había postes de madera para sostener las redes y las bombillas, pero a las diez de la noche quitaban el servicio de alumbrado.
En 1914 instalaron otra planta con las aguas del río Peralonso. Esta compañía, llamada en sus comienzos, Eléctricas del Norte, es lo que hoy, después de pasar por varias manos, conocemos como Centrales eléctricas, equipada con modernos equipos y que ilumina las noches oscuras de Norte de Santander y del sur del Cesar.
Últimamente, algunos inventores se han propuesto canalizar los rayos del sol hasta unos páneles para tener luz casera en caso de apagones o con el fin de ahorrarse el pago de los recibos, que cada día suben más alto que los postes de la luz. Cuando todo el mundo tenga luz solar en su casa, Centrales se verá obligada a pedir cacao y le tocará bajar tarifas, y le daremos gracias a Dios, y ya no habrá tantas redes en el mundo, que con las redes sociales nos basta y nos sobra.
De modo que la luz, desde que Dios la inventó y la regó por todo el Paraíso Terrenal, ha venido siendo un factor de iluminación y de progreso y de avance en todas las actividades de la vida humana.
Si no hubiera energía eléctrica no comeríamos helados y nos sancocharíamos del calor, por falta de ventiladores y del aire acondicionado. El agua tocaría tomarla al clima ¡guácale!, y el pollo y la leche se nos dañarían por falta de refrigerador. A mí me tocaría volver a hacer las columnas en máquina de escribir, y de noche la oscuridad sería aterradora y los fantasmas harían otra vez su aparición.
¿Se dan cuenta, entonces, lo que están sufriendo nuestros vecinos, por culpa del loco cucuteño que les quitó la luz a los venezolanos, se les trepó en el poder y no hay cómo bajarlo de allá?