Ni son todos los que están, ni están todos los que son, dice el refrán. Y yo creo que sí. Han debido llevar a los Olímpicos los juegos más importantes de nuestra infancia, el trompo, por ejemplo.
A excepción de los muchachos de hoy, que sólo saben chatear y en eso se les va todo el día y gran parte de la noche, todos los hombres y muchas mujeres tuvimos en el trompo una de nuestras mayores y mejores diversiones de la niñez.
En reuniones con amigos de Cúcuta, Pamplona, Gramalote, Salazar y otros pueblos, todos cincuentones y algunos sesentones, todos, digo, coincidimos en hablar bellezas de aquella época en que, al lado de la cartilla Charry y el cuaderno, echábamos en el bolso o la mochila los dos trompos que cada uno tenía, con sus respectivas cuerdas.
Dos trompos: el de jugar y el de poner. El de jugar, sedito, de colores, bien cuidado, con herrón cuidadosamente afilado, con el que se daban muestras de ser experto en el arte de tromponear (porque trompear es otra cosa, en lo cual los muchachos también éramos buenos). El de poner era un trompo viejito, descolorido, de herrón oxidado, cuya función era ponerlo, si uno perdía el juego, la ronda o la moma, para que los demás le dieran quines, es decir, a punta de herronazos sacarle astillas o tratar de acabarlo.
Otro juego que falta en Río es el de las bolas de cristal o pipas o canicas. Recuerdo que cada niño tenía una bolsa para echar las bolas que se iban ganando. Había que tener buena puntería para darles a las pipas de los otros jugadores y así ganarlas. Las bolas eran hermosas pues por dentro tenían figuritas de colores.
Faltó en los Olímpicos el Zuncho. Se hacía con tapas de cerveza o de gaseosa que, a martillazos o con piedra se aplanaban, se les abrían dos huequitos en el centro por donde había que pasar una cuerda, que se sujetaba en los dedos corazón de las dos manos. Al hacer girar el zuncho, tomaba grandes velocidades y la competencia consistía en romperles las cuerdas a los otros zunchos.
Cuando el tranvía llegó a Cúcuta, los muchachos corrían y ponían las tapas en las carrileras para que las aplanara. Les quedaba más fácil.
Vi por televisión en Río los saltos de caballos. Hermosos, fornidos y muy bien amaestrados para saltar las talanqueras sin tocarlas. Un bonito espectáculo. Pensé, entonces, que faltó haber llevado nuestros caballitos de palo, con crines de lana y cabezas de caballo de cartón.
El caballito de palo nos ponía a soñar con héroes que ganaban las batallas a caballo, que conquistaban territorios a caballo, que perseguían a los malvados a caballo. Sin saberlo, nos sentíamos el Cid Campeador.
Faltan muchos juegos en los Olímpicos. Alguien me decía que han debido llevar a competir a los maromeros. ¿Maromeros?, dije yo. Sí, me contestó. Como Maduro que hace innumerables maromas para que no le revoquen el poder. Y como Juanpa, que cada día inventa más maromas para que le aprobemos el plebiscito. Un plebiscito maromero.