Alguna vez, un joven ansioso por contraer matrimonio me hizo la siguiente pregunta: ¿Cree usted que aún estoy muy joven para adquirir tal compromiso? El momento propicio, me atreví a insinuarle, no depende de que acabe de cumplir veinticuatro años o de que apenas esté llegando a los veintiuno. Todo depende de las circunstancias en que se realice y de la madurez y capacidad para enfrentarlo. Es un camino muy largo para hacerlo a pie y lo más aconsejable es revisar las condiciones, tanto del automotor, como del copiloto con quien deba emprenderlo.
Al parecer mi respuesta, rápidamente lo hizo reflexionar, porque, por lo que pude observar, una vez emprendió su desinflada marcha, en la próxima cuadra se bajó del imaginario vehículo.
Pero la única verdad es que esta decisión, casi siempre, la tomamos de la manera más irreflexiva. Para montarnos en ese automóvil, la mayoría de las veces, por no decir que todas, consultamos con el corazón y no con la razón. Y el día que hagamos lo contrario, el viaje habrá de resultarnos demasiado tedioso y poco poético; los paisajes no tendrán el natural esplendor que brota del amor, sino apenas, el del inexpresivo arrebol de ausente color.
Un amigo nuestro, quizá con menos sensibilidad, pero con mayor dosis de pragmatismo, decía que el matrimonio es un negocio en que el hombre pone el capital y la mujer los gastos. Tal vez haya algo de verdad en ello, pero en este caso, el matrimonio sería el único mal negocio en que sale ganando el inversionista; porque se gana una mujer, ese ser extraño y atrayente que suele llamarse así, ese delicioso bocadillo de azúcar fascinante, ese raro e incomparable animalillo de ojos de ensueño, ese pequeño cofre que anda a ratos por la calle cargado de aromas y de joyas, tan mimoso y esquivo, tal delicado y tan fuerte, tan recatado y tan insinuante, tan decidido y tan vacilante, tan aparentemente intrascendente y tan definitivo.
Por otra parte, una mujer pobre, asegurada de por vida, es el único lujo que se puede dar un hombre sin dinero; porque los otros deportes a si no cuesten mucho, si necesitan de una decoración impactante. Si te dedicaras, por ejemplo, al automovilismo o a la equitación, lo menos que tendrías que hacer seria afeitarte todos los días, para que te diferencien, como es de esperarse, de tu chofer o de tu jokey. Dentro del matrimonio, en cambio puedes vivir todo lo modestamente que quieras, porque tu mujer, si te ama será capaz de resignarse contigo en el ventilado palomar de un cuarto piso, y sentirse, sin embargo muy feliz. Así que como pueden darse cuenta y sin lugar a prueba en contrario, la mujer es, al mismo tiempo, lo más decididamente lindo y lo más relativamente barato que Dios ha puesto sobre la tierra.
Hay algo que yo no he podido comprender. Es la paradoja existente entre el amor, el matrimonio y la pobreza. Aun cuando me resulte difícil aceptarla, viene a ser absolutamente cierta: dos personas pobres juntas, resultan menos pobres que una persona sola. La fórmula puede parecer no encajar a la luz de las matemáticas, pero a la luz de los números que suele manejar el amor, una ecuación irrefutable.
Y al hallar tanto taciturno solterón, que nunca se atrevió a emprender la marcha, he llegado a una conclusión: pidieron tanto consejo que jamás se atrevieron a embarcarse, olvidando que, por encima de cualquier otra consideración, el amor es una enfermedad del corazón, y lo más natural es que uno se case de repente.