Siempre he sido adicto a las reinas.
El primer contacto que tuve con ellas fue de carácter religioso, siendo yo aún muy niño. En la vieja y grande casona de los abuelos vivían hijos casados, hijos solteros, nietos, sobrinos y primos.
Había allí espacio para todos. De noche, después de los cuentos de espantos y antes de irnos a acostar, era norma sagrada e impajaritable el rezo del santo rosario. No podíamos quedarnos dormidos porque allí estaba la abuela vigilante, con una cotiza en la mano, lista a mandarle el golpe a quien viera cabeceando.
Cuando llegaban las letanías a la Virgen, había un suspiro de alegría pues sabíamos que ya se acercaba el fin del rosario.
De manera que a los nietos nos gustaba mucho cuando escuchábamos aquello de Reina de los ángeles, Reina de los profetas, Reina de los mártires… Había que contestar Ruega por nosotros.
Lo hacíamos a las carreras para luego ir al patio a orinar y en seguida a acostarnos. Mis primeras reinas.
Después, cuando estudiaba en la Normal rural de Convención, conocí los brazos de reina, sabrosos, provocativos, inigualables. Los vendían en la tienda escolar y al principio de cada mes, cuando llegaba el escaso giro de la casa, podía darme el lujo de unas onces con brazo de reina. Brazos de reina… ¡ah!
Estudié luego en el Instituto Piloto de Pamplona, y allí organizaron cierta vez un reinado con candidatas de las especialidades que allí había: Supervisión escolar, Cooperativismo, Ciencias Agropecuarias y Educación para la comunidad.
Yo, que formaba parte de un conjunto musical, Los trovadores del Norte (dos guitarras, tres voces y maracas), resulté comprometido con la campaña de Elvira I, la candidata de Educación para la comunidad. Los Trovadores acompañamos a Elvira a su tierra Chitagá, y a otros pueblos. Había que recoger plata porque el reinado no era de belleza sino de pesos.
No ganamos, pero seguí entusiasmado con las reinas.
Años después, trabajando de maestro en Las Mercedes, nos dio a unos cuantos por la ventolera de trabajar por el municipio de Las Mercedes. Se necesitaban fondos y acudimos a un reinado. Fidelina y Nerys fueron las candidatas.
Hubo fiestas y comparsas y rifas y peleas. Ganó Fidelina y a los seguidores de Nerys nos tocó agachar la cabeza.
Se atravesó Sardinata, y el municipio de Las Mercedes quedó en el baúl de las cosas olvidadas, pero no mi afición a las reinas.
Quiero decir que así como hay aficionados al fútbol y a las peleas de gallos y a los toros, yo soy aficionado a las reinas. Donde hay un reinado ahí estoy: en el de la yuca, el del guarapo, el de la simpatía. En primera fila estoy yo, aplaudiendo y admirando y pasando saliva.
Por eso no me perdía reinado en Chinácota, donde se reunían nuestras más bellas mujeres, todos los años, para ser la reina del departamento y viajar a Cartagena a representarnos. Lástima que se hubiera acabado el reinado de la belleza nortesantandereana en Chinácota. Fue un golpe al turismo y a las fiestas de tan agradable población.
Y aunque nunca pude ir a Cartagena al reinado nacional, siempre seguí de cerca los pasos de sus majestades por la radio, la televisión y ahora por las redes sociales. El periódico nunca me ha mandado a cubrir y descubrir a las reinas. Tal vez, de acuerdo con mi mujer. Pero yo sigo “A la pata de ellas”, a ver si de pronto algún día, tal vez, quién sabe, los santos o los Colmenares me hacen el milagrito. Pueda ser.