Hace unos meses recibí una llamada del director del periódico. “Gustavo –me dijo- lo felicito. Le tengo buenas noticias. Por fin se le van a cumplir sus sueños”. Brinqué de alegría. Mis sueños siempre han sido que me aumenten el sueldito por mis columnas, así que, tapé la bocina y le grité a mi mujer:
-Mija, me subieron el sueldo en el periódico.
- Mi mujer, siempre incrédula, siempre escéptica, torció la boca y murmuró entre dientes: “Hasta no ver, no creer”.
-¿Ala, José, y de cuánto es el aumento? –le pregunté al director, bregando por no dejarme conocer la emoción. Cuando se trata de buenas noticias, me tomo el atrevimiento de llamarlo por su nombre de pila y decirle “ala”, confianzudamente.
-¿Cuál aumento? –me dijo el jefe. En su voz noté cierto arrepentimiento por haberme llamado.
-¿Y no son esas las buenas noticias?
-No está ni tibio –me contestó el director.- Pero le tengo algo mejor: Este año sí va a ir en noviembre a Cartagena a cubrir el reinado en su estilo mamadorcito de gallo.
También me alegré. Desde hacía varios años había venido sugiriéndole respetuosamente que me enviara a la Heroica a corresponsaliar el reinado nacional de la belleza, dándole un toque humorístico a las notas. Siempre me salía con el mismo cuentico: “Vamos a ver. La situa está muy jodida. El gobierno nos mermó publicidad. Hablaré con doña Patricia”, y otras excusas. Nunca había podido tener a esos troncos de viejas cerquita de mí. Y ahora, de golpe, sin estarlo pidiendo, el corazón se le había ablandado al hombre. Definitivamente los milagros existen, me dije, elevando los ojos al cielo.
Cuando le conté a mi mujer, me salió con un mundo de interrogantes: “¿Y va usted a coger solo por allá, indefenso en medio de tantas mujeres, y enfermo como se la pasa? ¿Quién lo va a socorrer cuando le empiece la tembladera porque se le bajó el dulce en la sangre? ¿Y quién le aplicará la insulina? ¿Y quién le controlará la sal y el azúcar en las comidas? ¿Y quién le bajará el estrés si se le sube?
Mi mujer me puso cabezón. De modo que días después llamé al Director. Liliecita, la excelente secretaria, no me lo quería pasar, pero le dije que era un asunto de vida o muerte.
-Doctor José –le dije-. ¿La propuesta sigue en pie?
-No es una propuesta, es una orden –me contestó con rigidez de jefe.
-¿Y será que puedo llevar a mi mujer? –le pregunté tímidamente.
-¿Llevar leña p’al monte? No me crea tan…-y colgó.
Esa misma noche le dije a mi mujer que yo quería llevarla a Cartagena en noviembre, pero que la situa del periódico estaba muy jodida, que nos habían mermado la publicidad oficial y que habría que hablar con doña Patri. “Yo ya sabía”, murmuró entre dientes.
Todo iba viento en popa. Yo andaba con mis preparativos para largarme unos quince días al mar, a descansar de las invasiones de venezolanos, de las quejadumbres de los que perdieron el plebiscito y aún se siguen rasgando las vestiduras, de todo. En esas andaba, soñando con las reinas, cuando me llamó, de nuevo, el director:
-Gustavo, se nos dañó la vaina.
-¿Cuál vaina?
-Su viaje a Cartagena en noviembre.
-¿Y esa joda? –le dije, poseído de una inmensa desilusión. Sentí que el azúcar se me subía.
-Ya no hay reinado nacional este año. Lo aplazaron para marzo del año entrante.
-¿Y será que en marzo…-me aferraba como náufrago a su tabla de salvación.
-El año entrante ya es otro presupuesto y la situa está jodida y nos siguen mermando la publicidad oficial y doña Patricia no acepta razones…