Cada vez que veo una iglesia abierta me zampo en ella. Primero, para descansar, porque en todas las iglesias hay bancas, que los fieles pagamos con limosnas, y después de una caminata extenuante por estas calles cucuteñas, no cae mal una sentadita. Segundo, porque en las iglesias se siente el soplo divino, de modo que la frescura las invade, y los calores de este clima las hacen más apetecibles. Y tercero, porque un padrenuestrico de vez en cuando no cae mal. Dicen que el que peca y reza, empata. Y los que no pecamos pues vamos haciendo abonos, por si de pronto algún día el Padre nos deja caer en tentación.
Lo malo es que muchas iglesias permanecen cerradas y sólo las abren para las misas, tal vez por miedo a los ladrones. Estoy con ganas de escribirle a mi amigo Francisco para pedirle que ordene que iglesias y capillas permanezcan abiertas durante el día, y si es el caso, hablamos con mi comandante Palomino para que ponga un policía en cada santuario, que aleje a los malandros de los recintos sagrados. Por mi amistad con el sumo pontífice (cuando chateamos, él me habla del San Lorenzo y yo le hablo del Cúcuta Deportivo) es posible que satisfaga mi solicitud.
Decía que suelo colarme a las iglesias abiertas, y en estos días me metí de sopetón a la capilla del Carmen, en una esquina frente al parque de La Victoria, antes Colón, al lado de la biblioteca Julio Pérez Ferrero. La sorpresa que me llevé fue del carajo. Venga y le cuento:
Entré, me santigüé y miré hacia arriba, como buscando al Dios de las alturas (y de las bajuras). Lo que vi me dejó asombrado. No era el cielo raso manchado de goteras y de cagadas de murciélagos, no era el techo desprendiéndose a pedazos, no eran las troneras en las cañabravas del techo por donde se divisaba el cielo, no era lo que yo había visto durante mucho tiempo. Ahora era un techo de machimbre, de madera pulida, bien cepillada y pintada al natural. Aquello era hermoso. Me emocioné y seguí mirando. Las paredes, blancas y muy bien pintadas. En la pared del altar mayor, un cristo retocado me miraba, enmarcado por un nicho moderno de piedras. No lo podía creer. El Santísimo en una de las naves laterales, y en la otra, la patrona, la Virgen del Carmen, en santuarios preciosos, quizás recién inaugurados. Todo hermoso, como se merece la casa de Dios.
Estaba yo entregado a la contemplación, cuando noté que el cura me llamaba desde el confesonario. “Padre –le dije- no vengo a confesarme, estoy en gracia de Dios”. “¿Seguro, hijo mío?” –me insistió el levita, saliendo de su cubículo penitencial. Me extendió la mano y su sonrisa. Entonces lo reconocí: era el padre Humberto Nieto, un gran amigo, cura de empuje, de los Rotarios, hombre de progreso y verraquera (perdón, padre, por lo de progreso).
-No llevo sino dos años aquí, y mire cómo he puesto la iglesia –me dijo con orgullosa y cristiana modestia.
Le di la razón, lo felicité, pero me confesó que “aún falta mucho”. Va a cambiar el techo, me dijo, y me mostró un arrume de tejas de segunda, que alguien le regaló, y piensa cambiar el piso, pero espera que gentes de gran corazón y bolsillo generoso le ofrezcan su ayuda. La sacristía hay que remodelarla y hacerla más funcional, el equipo de sonido está gangoso y hay que cambiarlo, faltan ventiladores y arreglar los cielos de las naves laterales, cambiar algunos vidrios y otras cositas, añadió, pero las limosnas son insuficientes porque a la misa diaria van muy pocos feligreses, y hay que pagar sacristana y cantora.
Antes de retirarme, me llevó a la sacristía para mostrarme un gran tesoro: el corazón del padre Justo Pastor Arias, quien le metió el hombro y el pecho a la reconstrucción de la capilla, después del terremoto. El cura era párroco de Ureña, porque Cúcuta pertenecía entonces a la curia de San Cristóbal, y el padre Arias era el encargado de administrar la feligresía cucuteña. Presintiendo su muerte, manifestó que donaba su corazón a la capilla del Carmen, y así se hizo. En un frasco con alcohol reposa el corazón del justo pastor (como su nombre). Es otra de las ideas del padre Nieto: hacerle un nicho digno al corazón de Arias. En un mesón de la sacristía encontré un montón de útiles escolares: cuadernos, lápices, colores y morrales. “Son para los niños pobres”, me dijo con una satisfacción de sacerdote bueno, que cumple su apostolado con alegría.
Al despedirme, me bendijo, me asperjó con agua bendita varias veces como tratando de sacarme algún demonio, y me hizo una última recomendación: “Hijo mío, no olvide confesarse”. En su tonito alcancé a notar algo así como lo que aquí llamamos “mamaderita de gallo”.
-Está bien, padre –le respondí-, pero no con usted.- A lo largo de la hermosa y remodelada capillita, resonaron nuestras carcajadas.
No sobra añadir que antes del terremoto la capilla se encontraba ubicada en la esquina de la calle doce con avenida segunda, pero fue trasladada al sitio actual.
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