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Guerra, política, religión y poder
Durante muchos años, en distintas etapas de la historia, ha habido pueblos y culturas que han reivindicado la guerra.
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Sábado, 25 de Noviembre de 2023

La historia de la humanidad ha demostrado que la política, la guerra y la religión son componentes que fácilmente pueden articularse a favor de la dominación de unos sobre otros. Cuando el núcleo central del concepto de política es el poder, entendido como capacidad de imponer, la guerra se convierte en su correlato casi natural.  

En los últimos meses, los conflictos entre Ucrania y Rusia, Israel y Hamas, o Yemen y Turquía nos han demostrado que la guerra no es cosa del pasado. Como bien decía el militar prusiano Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Sin embargo, un autor más contemporáneo como Foucault, aseguró que la política es la continuación de la guerra por otros medios.

La tradición occidental, también cuenta con otra versión de la política, en la que el ejercicio del poder, a través de diversas instituciones, no ocupa la centralidad. En este caso, la tradición que hacemos referencia es la representada por el pensamiento clásico griego, el de la República romana y de muchos pensadores escolásticos. La política, según esta doctrina, es la actividad que da cuenta de la aspiración intrínseca del hombre a vivir en comunidad y koinonía (comunión).

En algunos de los conflictos armados y actos terroristas que en la actualidad, aún tenemos que presenciar y soportar, todavía subyace un intento de perpetuar, extender y justificar una pretendida pureza de tipo ideológico-religioso; una postura radicalizada de la idea o la visión sobre una determinada doctrina que tienen algunas personas o colectivos, a pesar y a costa de las vidas que sea “preciso” sacrificar para que dicha ideología, prevalezca y se perpetúe tal y como sus defensores la conciben.

Pero esto no es nuevo. Durante muchos años, en distintas etapas de la historia, ha habido pueblos y culturas que han reivindicado la guerra y la anexión de territorios como un imperativo superior, como si de un mandato divino se tratara. Y tampoco es nuevo que esta cosmovisión no se circunscriba a determinados lugares, entornos culturales o religiones, sino que ha sido una práctica común en pueblos muy diversos, con formas muy distintas de entender la religión. La idea que, desde esta perspectiva, contemplan sus ejecutores, ya sean reyes, generales, dirigentes o simples adeptos, es la de combatir a los enemigos de Dios (o de su dios) con lo que su lucha, su combate, es completamente justificado.

En las sucesivas invasiones que se produjeron por los antiguos imperios y en la multitud de tribus que en Oriente Próximo combatieron durante los dos milenios anteriores al nacimiento de Cristo, parece ser que el dios particular de cada pueblo cumplía las funciones de caudillo, jefe militar o general supremo de su ejército; dioses que marchan al frente de su pueblo o tribu, y cuya hegemonía militar o de poder debía ser demostrada frente a los dioses de sus enemigos. Actitud de la que no estaba exento el pueblo de Israel (un título que todavía se utiliza en distintas versiones bíblicas es el de “Jehová de los ejércitos”), así, podríamos enumerar gran parte de los textos —bíblicos y extrabíblicos— que reflejan la justificación divina que aducen tales conquistadores, o “salvadores”, de la identidad religiosa de un pueblo.

Matanzas, saqueos, ocupación de territorios y ejecuciones sumarias, entre otras barbaries, son llevadas a cabo en cumplimiento de una misión específica: eliminar y exterminar a los que se considera enemigos de Dios, o sus dioses, o no coincidentes con su visión o valoración ideológico-religiosa. Finalmente, todos somos habitantes del mismo planeta y moriremos, pero antes de ello, intentemos comprendernos.

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