Estamos redondos de agua, se dice en mi tierra cuando está oscuro por todos los puntos cardinales. Tal ocurre con nuestras fronteras. Si no fuera por la Fuerza Pública, vivirían en permanente cuarentena. Solo el Ejército, la Policía, la Marina y especialmente la Fuerza Aérea, tienen presencia real y continuada en las áreas que colindan con Venezuela, Brasil, Perú, Ecuador y Panamá en lo terrestre y con los estados centroamericanos y del Caribe que, con pleitos o sin ellos, comparten vecindario con Colombia.
Miles de venezolanos diariamente se devuelven de Colombia. No queda muy claro por qué; si temen más al virus colombiano que al propio, si creen que su sistema de salud es mejor, si suponen que la recuperación económica será más rápida allá o si piensan que Maduro dice la verdad cuando se ufana de haber hecho medio millón de pruebas de COVID en siete semanas o de tener solo 450 casos. ¿Será que confían en menos hambre que aquí? ¡Increíble! Para diciembre, puede preverse que unos doscientos mil venezolanos habrán regresado a la hermana república. Malas noticias para ellos, porque mal que bien, su llegada a Colombia había sido recibida con generosidad y empleos por montones. El retorno pareciera positivo para el empleo rural, especialmente para la recolección cafetera que empieza y que podrá paliar algo del desempleo adicional generado por el virus en los cascos urbanos. Con todo y eso, es necesario tener ya canales de comunicación bilaterales y coordinación sanitaria y de seguridad, manejadas por San Carlos exc
lusivamente, sin espontáneos. Frente entonces caliente y en deterioro adicional.
Con Perú, pese a unas relaciones políticas fluidas, la frontera selvática y fluvial está más lejana. El vecino peruano tiene malas cifras de coronavirus, o por lo menos peores que las nuestras: tiene el mismo número de casos que China con una población infinitamente menor y casi cuatro veces las fatalidades colombianas. ¡Ojo!
Con Ecuador sucede algo similar en una frontera que es, la mitad de ella, mucho más dinámica que la peruana pero con los mismos problemas: ilegalidad, drogas, grupos armados, porosidad, pobreza, minería ilícita. Y las cifras ecuatorianas no son buenas; dos veces nuestro número de casos y cinco veces nuestras fatalidades asociadas a la pandemia. La imagen de los cadáveres en Guayaquil, apilados en las aceras, tardará en borrarse de la memoria y de la leyenda regionales.
Con Panamá la relación sanitaria es mejor, aunque con su poca población tener diez mil casos y 300 muertes no es poco. Quedan los problemas de siempre: el tapón del Darién, la ilegalidad, la pelea comercial, la falta de cooperación para llevar electricidad a Centroamérica y la errada creencia panameña de que nuestra maldición de la coca es producto de una política en contra de ese país tan cercano a la historia de Colombia.
La frontera con Brasil es punto aparte. Siendo el quinto país del mundo en número de casos y con veinte veces más muertos que nosotros, el gobierno de Messías Bolsonaro (sic) se niega a reconocer que la COVID existe, que es altamente contagiosa, que afecta a los más pobres, que los indígenas de esos territorios pueden perecer por ella, que la reapertura de la economía se debe hacer por partes y con apoyo científico; ¡ah!, y que la democracia implica respeto por las competencias de las autoridades locales, del congreso y de las cortes, de la prensa. En el departamento del Amazonas, fronterizo con Brasil y Perú, había al 15 de mayo casi mil casos en una población de 80.000 habitantes y 30 fallecidos; es decir cuatro veces el número de casos y de muertos que en Risaralda!
Colombia debe documentar la desidia brasileña en el Amazonas para pedir medidas cautelares y, pasada la crisis, exigir una indemnización para ser invertida en nuestros compatriotas, quienes van a terminar padeciendo hasta la fatalidad a Brasil y sus errores y no disfrutando su vecindad.