El cuento es que los muchachos de la cuadra acostumbraban jugar fútbol en la calle, al frente de la casa donde vivía don Isaías, un viejito cascarrabias.
A veces el balón golpeaba con estruendo la puerta del viejo, y don Isaías, encendido en santa ira, se asomaba a la ventana y desde allí insultaba a los muchachos. Los amenazaba con su bastón y les decía palabrotas. Los niños se sentaban en la acera del frente y esperaban que el viejo se alejara de la ventana, para seguir con sus juegos y sus gritos y sus goles.
Un día, don Isaías murió. Al otro día del entierro, los jugadores se juntaron de nuevo a darle pata al balón.
De pronto, sin quererlo, uno de los muchachos pateó con fuerza el balón, que pegó contra el portón metálico. De inmediato la ventana se abrió y resonó, potente, la voz de don Isaías: “Muchachos del carajo ni siquiera después de muerto me dejan descansar. Me los voy a llevar para que jueguen fútbol en el infierno”.
Los niños salieron corriendo, asustados, y aunque nadie les cree el cuento, los siete muchachos de aquella tarde sostienen que fue cierto. No vieron al viejo, pero lo escucharon.
-Los muertos siguen viviendo al lado de los vivos –me decía mi abuelo.
Por los lados de los cementerios-jardines, en Cúcuta, algunos taxistas sostienen que ciertas noches se ven luces que corren de un lado al otro de los cementerios. No se sabe de dónde sacan los muertos sus hachones, pero choferes hay que juran haberlos visto.
Hace algunos años escuché que por esos mismos lados salía a la media noche una dama muy elegante pidiendo la cola a los conductores que viajaban solos. Algún chofer, por ingenuo o a la caza de alguna aventura, dejó subir a la dama, que al instante, se transformó en esqueleto. Dicen que el chofer enloqueció y en medio de sus locuras contaba lo sucedido.
En Las Mercedes, cuando el cementerio viejo se llenó de muertos, el cura ordenó hacer otro camposanto. Algunos deudos cargaron con los huesos de sus difuntos para el nuevo cementerio. Dicen los viajeros nocturnos que veían grupos de mujeres de negro, cargando ataúdes de regreso, del nuevo al viejo cementerio, como si las ánimas no quisieran que las cambiaran de sitio. Al saberlo el cura, bendijo el nuevo cementerio con misas y responsos, y los muertos accedieron a su cambio de domicilio.
Yo mismo le escuché a don Pedro Gómez, un patriarca del pueblo, famoso por sus relatos de ultratumba, lo mismo que hoy sus hijos, una historia que me puso los pelos de punta: Madrugó don Pedro un día, a caballo porque no había carretera, a viajar hacia Sardinata. Al llegar a un arroyo, todavía cercano al pueblo, el caballo se le encabritó y se negó a seguir. Don Pedro enfocó la linterna hacia adelante y al lado del arroyo había un ataúd negro. Como alma que lleva el diablo, jinete y caballo regresaron a Las Mercedes a esperar que amaneciera para volver al camino, pero esta vez llevó consigo una botella de agua bendita para el muerto y otra de aguardiente para él mismo. Dos o tres amigos lo acompañaron.
Cuando llegaron al sitio no había ataúd, ni muerto, ni nada. Don Pedro se pegó uno doble, se santiguó y espoleó su caballo. Al regreso, días después, supo que en efecto, la visión del ataúd era cierta. Unos hombres del campo llevaban la caja mortuoria para un muerto de su vereda. Pero, cansados, decidieron dormir un poco en el monte cercano y dejaron en el camino el ataúd que asustó al patriarca y a su cabalgadura.
–Los vivos también espantan –volvió a decirme mi abuelo.